Corría el año 1800. Las Provincias Unidas ni siquiera soñaban con existir. San Juan no era desierto: era pantano, laguna, barro caliente, donde la historia todavía no se atrevía a meter los pies. Allá, en medio del humedal salvaje, nació Martina Chapanay. Hija de un cacique huarpe, Ambrocio, y de una blanca tomada por la fuerza de los tiempos, Mercedes González. Desde la cuna tuvo dos sangres cruzadas en el pecho: una que galopaba como yegua cimarrona, otra que lloraba como cautiva vieja.
Montó antes de caminar. Se trepó al lomo de un potro como quien se trepa a la vida: sin permiso. Aprendió a nadar en charcos turbios, a rastrear huellas como si fueran versos rotos, a resistir el frío como un jarillal seco y el calor como médano pelado. Le quisieron enseñar buenas costumbres. Le enseñaron la cárcel del vestido, el rosario forzado, la sonrisa bajita. Un día cerró por dentro la puerta de su casa de pupilas, encerró a todos los que la querían amaestrar, y se fue. Nunca más volvió.
Por eso la llamaban la machorra. No era insulto: era leyenda. En el campo, una machorra es una hembra que no pare. En los labios de los hombres, una que no se deja montar, ni domar, ni callar. Le decían así porque se vestía como gaucho, dormía con el cuchillo envuelto en cuero bajo el poncho, escupía donde quería y no se ruborizaba ante ningún varón. Parecía hombre, decían. Pero no era ni macho ni hembra: era ella misma. Indómita. Incómoda. Libre.
En 1816, cuando San Martín reunía hombres en El Plumerillo, se presentó sola. Sin escolta, sin apellido ilustre, sin carta de recomendación. “Conozco los pasos”, le dijo al general. “Y tengo lanza para abrirme camino.” San Martín la miró de arriba abajo y asintió. Se convirtió en chasqui. Cruzó los Andes con la boca cerrada y los pies sangrando. Dicen que una vez, durante una tormenta de nieve, llegó a un campamento con los labios agrietados, el poncho helado y un silbido de viento en los huesos. Entregó el parte, se calentó las manos con el aliento y nadie volvió a quejarse del frío esa noche.
Cuando terminó la guerra contra los realistas, empezó la otra. La de adentro. La que no terminó nunca. Martina no colgó las armas ni se volvió a tejer alpargatas. Se metió con las montoneras. Peleó con Facundo Quiroga. Con el Chacho Peñaloza. Con Nazario Benavidez. Con Felipe Varela. Con Severo Chumbita. No porque fueran santos, sino porque querían un país con voz del interior. Un país sin mozos de levita ni catedrales de mármol que se comieran la sangre del pueblo. Luchaba por el federalismo real, no por el disfraz. Y cuando alguno de los suyos se vendía o se torcía, Martina lo miraba fijo. No hablaba. Pero el cuchillo silbaba en la bota.
En 1863, mataron al Chacho a traición. Lo acribillaron como a un perro. El asesino fue el mayor Pablo Irazábal. Martina lo esperó en un cruce de caminos. Lo desafió a duelo. Él alegó una descompostura. Una falsa fiebre. Una cobardía de esas que se cubren con galones. Ella lo miró. No lo mató. Pero lo dejó muerto de vergüenza.
En los caminos fue ladrona. Sí. Pero no de esas que roban por codicia. Era justiciera con lanza. Robin Hood de chiripá. Robaba a los ricos, a los comerciantes usureros, a los generales con manos limpias y conciencia sucia. Repartía entre las viudas, entre los niños que no conocían el pan, entre los gauchos quebrados por la leva. La seguían el Tuerto Caliba, que leía rastros como mapas secretos; la Chinita Olguín, curandera de noche, espía de día; y el Cacuy, gurí salvado del hambre que la llamaba madre sin que ella lo supiera.
Martina tenía sus reglas: no se mata por gusto. No se roba por codicia. No se deja atrás al caído.
Y sí, también amó. A su manera. Con furia. Con lanza. Con deseo urgente. Amó a Agustín Palacios, montonero de mirada firme. Lo mataron en combate. Ella lo lloró sin decir palabra. Después vino Cuero Cruz, otro bandido bravo. Lo quiso. Hasta que un día, por celos, Cuero mató a un inocente. Martina lo enfrentó, lo cortó en el pecho, le apoyó la daga en el cuello… y no lo mató. “Viví con esto”, le dijo. Y se fue.
Se fue de vieja. Como los zorros sabios. Como los caballos sin marca. A Mogna. A los 87 años. Algunos dicen que la picó una yarará. Otros, que la atacó un puma al que ella misma fue a cazar. Otros dicen que simplemente se dejó morir. Porque no quedaban guerras limpias. Porque los traidores ya eran gobierno. Porque hasta el barro se había secado.
El cura Bustillos, que había sido oficial de San Martín, la enterró bajo una piedra blanca, sin nombre. “Todos saben quién está ahí”, dijo. Tenía razón.
Hoy, los libros no la nombran. Porque fue india. Porque fue mujer. Porque no se dejaba retratar ni sobornar. Porque decía cosas como:
“Ser porteño es ser ciudadano exclusivista. Ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos.”
Y eso no entra en el bronce. No entra en los actos escolares. No entra en los discursos vacíos.
Martina no fue personaje.
No fue mártirNo fue moda.
No fue prócer. Fue fuego.
Y todavía arde en la memoria de los nadies.
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Bibliografía
La mujer en la guerra de la independencia argentina, Roberto Claudio Arnaiz, 2024, Amazon Kindle Edition.
Martina Chapanay: heroína de los montoneros, Raúl Larra, 1973, Ediciones Colihue, Buenos Aires.
Martina Chapanay, la lanza y la rebelión, Susana Ghirardi, 2009, Editorial de la Universidad Nacional de San Juan, San Juan.
Mujeres argentinas: historia y cultura, María Sáenz Quesada, 2011, Editorial Sudamericana, Buenos Aires.
La historia oculta: protagonistas y olvidados de la historia argentina, Felipe Pigna, 2013, Editorial Planeta, Buenos Aires.
Martina Chapanay: la mujer, la leyenda, el cuchillo, Oscar Pringles, 1997, Ediciones del Nuevo Cuyo, Mendoza.
Mujeres silenciadas: voces indígenas y criollas en la historia, Graciela Hernández, 2018, Editorial Biblos, Buenos Aires.
Investigación de Roberto Arnaiz
https://www.robertoarnaiz.com/post/martina-chapanay-la-leyenda?fbclid=IwY2xjawMFI0RleHRuA2FlbQIxMABicmlkETFqWGdLTGZwQ3NkMVJ4c0tkAR7aQjhHF4mbPNaVpidUX3VjZdIteqy-46nS4k3yx88R_6OrwYhfguMFNlPNug_aem_Okuu4iU7bEr5g6m2FEDYcg
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