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Nuestras culturas originarias guardan una gran sabiduría. Ellos saben del vivir en armonía con la naturaleza y han aprendido a conocer sus secretos y utilizarlos en beneficio de todos. Algunos los ven como si fueran pasado sin comprender que sin ellos es imposible el futuro.

martes, 26 de agosto de 2025

Belgrano y el reglamento de los treinta pueblos: la revolución que no quisieron escuchar



Fotos y Escrito Roberto Arnaiz

Imagínese usted, amigo, el año 1810. El Río de la Plata es un hervidero de incertidumbre: las invasiones inglesas todavía están frescas en la memoria, los criollos han levantado la cabeza en la Plaza de Mayo, y los ejércitos reales acechan desde el Alto Perú. En ese desorden de pólvora y discursos, aparece Manuel Belgrano. No lo veremos en este momento levantando banderas en Rosario ni peleando en Tucumán. No. Lo encontraremos en un rincón donde pocos lo buscan: escribiendo un reglamento para los treinta pueblos de las Misiones guaraníes.

Y acá está lo insólito: mientras medio continente todavía discute si debe jurar fidelidad al rey Fernando VII o romper definitivamente con su tutela, Belgrano se anima a pensar en el destino de los pueblos originarios. No se trata de retórica barata, sino de un programa concreto: devolverles tierras, darles maestros, asegurarles cosechas, abrirles un porvenir.

¿Se comprende? Estamos en 1810. En Europa los reyes todavía creen que gobiernan por gracia de Dios y en América los indios son vistos como sirvientes o estorbo. Y de pronto, un abogado de Buenos Aires, formado en Salamanca, escribe que esos guaraníes tienen derecho a ser ciudadanos de pleno derecho. ¡Un disparate sublime!

Una propuesta que huele a dinamita

El “Reglamento para el fomento y seguridad de los treinta pueblos de las Misiones” es un documento que, leído hoy, suena a proclama incendiaria. Belgrano ordena que cada familia tenga su pedazo de tierra, que la educación sea obligatoria, que se enseñe a leer y escribir, que haya escuelas de oficios y maestros pagos por el Estado. Habla de fomentar la agricultura, el comercio local, la producción artesanal. Y, por si faltaba pólvora, dice que las autoridades de cada pueblo debían ser elegidas entre los mismos guaraníes.

¿Lo imagina, querido lector? En 1810, cuando el grueso de la elite criolla pensaba en reemplazar al virrey para manejar el comercio a su antojo, Belgrano imaginaba una república de indígenas instruidos, cultivadores, electores, libres.

Tulio Halperín Donghi, con la frialdad de su estilo académico, escribió que Belgrano “no fue el político de los pactos fáciles, sino el hombre de los proyectos desmesurados”. Este reglamento es la prueba: un plan que no servía a los mercaderes, sino a los olvidados.

Los pueblos originarios en 1810: una herida abierta

En los primeros años del siglo XIX, cuando estalló la Revolución de Mayo, los pueblos originarios de la región rioplatense eran todavía una población significativa, aunque profundamente golpeada por siglos de conquista, enfermedades y despojo. Se calcula que hacia 1810 había unos 300.000 indígenas en el antiguo Virreinato del Río de la Plata, repartidos en distintas regiones: los guaraníes en Misiones y el litoral; los mocovíes y abipones en el Chaco; los mapuches, tehuelches y ranqueles en las pampas y la Patagonia; los diaguitas y calchaquíes en el noroeste; y los comechingones en las sierras cordobesas, entre otros.

Durante la colonia, la Corona española había impuesto un sistema de dominación brutal. Primero fueron las encomiendas, que obligaban a comunidades enteras a trabajar para los conquistadores. Más tarde, los repartimientos y el servicio personal, que mantenían a los pueblos originarios como mano de obra forzada en estancias, minas o en la producción agrícola.

Muchos grupos resistieron, como los guaraníes en las célebres Misiones Jesuíticas, que desde fines del siglo XVII habían creado una red de treinta pueblos con organización comunitaria, producción colectiva, música, escuelas y una relativa autonomía frente a los encomenderos. Aquellos pueblos eran una paradoja: orquestas que interpretaban a Bach en medio de la selva, talleres de impresión que editaban catecismos en guaraní, campos que producían para todos.

La expulsión de los jesuitas en 1767 fue un golpe devastador: los pueblos guaraníes quedaron sin la protección que, al menos en parte, los defendía del despojo. A partir de entonces, los funcionarios coloniales y comerciantes criollos aprovecharon para explotar esas tierras, desmontar el sistema comunitario y reducir a los guaraníes a la miseria. Para 1810, aquellos treinta pueblos que habían llegado a reunir más de 100.000 habitantes en su época de esplendor estaban despoblados, arrasados, con apenas unas decenas de miles de guaraníes dispersos y sometidos a trabajos forzados o a la pobreza extrema.

El resto de los pueblos originarios sufría una situación similar. Los mocovíes y tobas del Chaco habían sido empujados por las campañas militares hacia tierras cada vez más áridas. En las pampas, los tehuelches y mapuches mantenían su independencia, pero en tensión constante con las avanzadas criollas. En el noroeste, los diaguitas vivían bajo el dominio de hacendados que controlaban la tierra y utilizaban a las comunidades como peones.

En este escenario de despojo, marginación y violencia, Belgrano se animó a escribir un reglamento que reconocía derechos políticos, económicos y educativos a los guaraníes. No es exagerado decir que, en un continente donde la mayoría de las elites pensaban en los indígenas como un problema o un estorbo, Belgrano los consideraba parte esencial de la patria naciente.

Y aquí conviene traer una voz que rara vez se escucha. En 1796, un cacique guaraní de San Carlos escribió al gobernador: “Nos han quitado los padres y ahora nos tratan como bestias. Queremos tierra para sembrar, queremos que nuestros hijos aprendan a leer como antes”. Esa súplica, perdida en archivos, es el eco vivo que Belgrano recogió en su reglamento: la demanda de dignidad, la certeza de que sin educación ni tierra no hay futuro.

El Belgrano incómodo

No es raro que este reglamento quedara casi oculto en los manuales. La figura de Belgrano fue domesticada: se la redujo al “creador de la bandera”, al general que improvisó campañas heroicas. Eso se puede contar en la escuela con una canción patriótica de fondo. Pero el Belgrano que quiso integrar a los pueblos originarios a la vida de la nación, ese es molesto, incómodo, insoportable para la historia oficial.

Porque el Belgrano de los treinta pueblos estaba diciendo: “esta patria no será solo de criollos y europeos, será también de guaraníes, de mestizos, de los que trabajan la tierra”. Y esa patria mestiza, igualitaria, era lo que nadie quería escuchar.

Querido amigo, piense en la audacia: proponía que el excedente de las cosechas se guardara en depósitos comunes para alimentar a los pobres en tiempos de hambre. Hablaba de destinar recursos a viudas y huérfanos. Reclamaba respeto por las costumbres guaraníes y defendía que la justicia se impartiera sin privilegios de clase.

¿Quién en 1810 hablaba de semejante cosa? Mientras otros soñaban con un trono vacío donde sentar un príncipe europeo, Belgrano escribía que la patria debía sostenerse sobre la justicia social.

No se piense que Belgrano deliraba en soledad. Su contacto con los pueblos guaraníes no era teórico. Él había recorrido esas tierras, había visto la pobreza, la destrucción que dejaron las expulsiones de los jesuitas, los abusos de los funcionarios coloniales. Conocía la riqueza potencial de esas regiones: maderas, yerba, ganado, oficios artesanales. Sabía que los guaraníes tenían una tradición organizativa heredada de las misiones jesuíticas y que podían ser base de un desarrollo sólido si se los trataba como sujetos y no como objetos.

Por eso, el reglamento no era una utopía escrita en el aire. Era un plan realista: repartir tierras, crear escuelas, fomentar cultivos, organizar milicias locales. El documento tiene sabor práctico, no metafísico. Belgrano no fantaseaba con un edén de papel, diseñaba un programa de gobierno.

José Carlos Chiaramonte observó que, en Belgrano, la economía y la política siempre fueron dos caras de la misma moneda: no concebía libertad sin pan, ni independencia sin educación. Esa es la médula del reglamento.

Pero, claro, había un problema: a los poderosos de entonces no les convenía. Los grandes comerciantes de Buenos Aires miraban a las Misiones como un reservorio de recursos a explotar. Los estancieros preferían indios sometidos que trabajaran gratis o casi gratis. La educación indígena sonaba peligrosa: ¿para qué enseñar a leer a quienes podían empezar a reclamar derechos?

Así fue como el reglamento de Belgrano terminó siendo archivado, olvidado, ignorado. No convenía. Y Belgrano, que ya era visto con cierta desconfianza por su terquedad moral, quedó como un visionario inoportuno.

Le diré más: el propio Belgrano debió sentir que nadaba contra corriente. Pero nunca lo abandonó la convicción de que la independencia no valía nada si no incluía a los más pobres. Lo repetiría años más tarde al donar sus sueldos para construir escuelas. La obsesión estaba ahí: sin educación y sin justicia, no había patria.

Ahora, querido lector, hablemos claro: ¿qué nos dice este reglamento hoy? Porque si solo lo usamos para una clase aburrida, entonces lo matamos otra vez. El Belgrano de los treinta pueblos nos está gritando que la independencia fue incompleta, que el país nació dejando afuera a los originarios, a los mestizos, a los pobres. Que nuestra patria se levantó sobre exclusiones que todavía hoy duelen.

¿De qué sirve recordar a Belgrano como estatua de bronce si no entendemos su grito? Él no peleaba para que unos pocos se repartan las aduanas. Peleaba para que los pueblos originarios tuvieran voz, voto, tierra y futuro.

Mírelo bien: fue un adelantado al constitucionalismo social, un precursor de la idea de justicia distributiva, un revolucionario en el sentido más profundo. Si Belgrano hubiera sido escuchado, quizás el mapa social del país sería otro.

Pero el legado quedó enterrado. Las guerras civiles, los caudillos, las disputas por las rentas portuarias barrieron con aquel proyecto. No solo los pueblos guaraníes fueron desplazados: también mocovíes, tobas, diaguitas, tehuelches y mapuches vieron cómo sus territorios eran arrasados, sus comunidades marginadas, sus voces silenciadas, marginados, olvidados. El reglamento fue un documento huérfano, sin padre ni herederos.

Y, sin embargo, allí está. Cada vez que lo leemos, late como un corazón escondido. Nos recuerda que en 1810 hubo un hombre que se animó a decir que la patria debía ser justa o no sería patria. Nos recuerda que la revolución no era solo cambiar de bandera, sino cambiar la vida concreta de la gente.

Dejemos de lado el bronce, el mármol, la postal escolar. Belgrano no es solo la bandera flameando en Rosario ni el general enfermo en Tucumán. Es también este documento olvidado, este reglamento que sueña con pueblos indígenas libres, educados, prósperos.

Ese Belgrano nos incomoda, porque nos muestra que dos siglos después todavía seguimos discutiendo las mismas injusticias. Los pueblos originarios siguen esperando respeto, tierra, educación. La justicia social sigue siendo promesa más que realidad.

Entonces, querido amigo, imagine otra vez la escena: un escritorio, una lámpara temblando en la noche, papeles manchados de tinta. Afuera, las botas crujen, la revolución recién empieza. Y allí, Manuel Belgrano, solo, obstinado, escribe un reglamento que podía haber cambiado la historia. Lo escribe para pueblos que casi nadie quería escuchar. Y lo callan.

Quizás el verdadero homenaje no sea repetir su nombre en los actos escolares, sino animarnos de una vez a cumplir la patria que él soñó: una patria para todos, incluidos los que siempre fueron dejados de lado.

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