En las sierras de Córdoba, donde la piedra se cuece al sol y el viento silba canciones que ya nadie recuerda, vivieron las comechingonas. Y no vivieron de prestado. Levantaron casas metidas en la tierra como si supieran que el tiempo también golpea como granizo. Semisótanos de barro, techos de cuero, paredes de silencio.
Todo pensado, todo sabio.
Allí las mujeres no esperaban órdenes. Cultivaban, cazaban, parían, curaban. Tenían las manos duras del maíz y los ojos suaves del chañar en flor. Sabían cuándo sembrar, cuándo callar, cuándo llorar al muerto y cuándo reírle al trueno. Algunas, las ancianas, tenían la palabra sagrada: sabían de estrellas, de partos y de muerte. Con ellas no se jugaba. Eran las dueñas del alma del monte.
No creían en dioses con barba. Le rezaban a la luna, a las piedras grandes y a los ríos. Y cuando moría alguien, lo envolvían en mantas y le dejaban sus cosas al lado. Como diciendo: “Seguí, que todavía queda camino”.
Los españoles llegaron con caballos, cruces y fuego. Pero no pudieron borrar la huella de las mujeres comechingonas. Quedaron leyendas. Como la de “la de los ojos de luna”, que curaba con miel y canciones. Como los petroglifos marcados en la roca, donde la historia se escribió sin tinta.
Hoy quedan sus nietas. Tejedoras de memoria, maestras sin pupitre. Y quedan las piedras. Y queda el monte. Y queda la luna.
Porque como escribió Sarasola: “La tierra habla en femenino. Y ellas siempre supieron escucharla.”
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