Discurso pronunciado por José Saramago en el Banquete Nobel, el 10 de Diciembre de 1998 en Estocolmo (Suecia).
Majestades, Alteza Real, Señoras y Señores,
Se cumplen hoy exactamente cincuenta años de la firma de la Declaración Universal de Derechos Humanos. No faltan, afortunadamente, conmemoraciones de esta efeméride. Sabiendo, como sabemos, con qué rapidez la atención se fatiga cuando las circunstancias le piden que se ocupe de asuntos serios, no es arriesgado prever que el interés público por este asunto comience a disminuir a partir de mañana mismo. Claro que nada tengo contra estos actos conmemorativos, yo mismo he contribuido a ellos, modestamente, con algunas palabras. Y puesto que la fecha lo pide y la ocasión no lo desaconseja, permítase que pronuncie aquí unas cuantas palabras más.
Como declaración de principios que es, la Declaración Universal de Derechos Humanos no impone obligaciones legales a los Estados, salvo si las respectivas Constituciones establecen que los derechos fundamentales y las libertades en ellas reconocidos serán interpretados de acuerdo con la Declaración.
Todos sabemos, sin embargo, que ese reconocimiento formal puede acabar siendo desvirtuado o incluso negado en la acción política, en la gestión económica y en la realidad social.
La Declaración Universal generalmente está considerada por los poderes económicos y por los políticos, incluso cuando presumen de democráticos, como un documento cuya importancia no va más allá del grado de buena conciencia que les proporcione.
En este medio siglo no parece que los gobiernos hayan hecho por los derechos humanos todo aquello a lo que moralmente, cuando no por la fuerza de la ley, estaban obligados. Las injusticias se multiplican en el mundo, las desigualdades se agravan, la ignorancia crece, la miseria se expande. La misma esquizofrénica humanidad capaz de enviar instrumentos a un planeta para estudiar la composición de sus rocas, asiste indiferente a la muerte de millones de personas por hambre. Se llega más fácilmente a Marte que a nuestro propio semejante.
Alguien no está cumpliendo su deber. No lo están cumpliendo los Gobiernos, ya sea porque no saben, ya sea porque no pueden, ya sea porque no quieren. O porque no se lo permiten aquellos que efectivamente gobiernan, las empresas multinacionales y pluricontinentales cuyo poder, absolutamente no democrático, ha reducido a una cáscara sin contenido lo que todavía quedaba del ideal de la democracia.
Pero tampoco estamos cumpliendo con nuestro deber los ciudadanos que somos. Se nos propuso la Declaración Universal de Derechos Humanos y con eso creíamos que lo teníamos todo, sin darnos cuenta de que ningún derecho podrá subsistir sin la simetría de los deberes que le corresponde. El primer deber será exigir que esos derechos sean no sólo reconocidos, sino también respetados y satisfechos. No es de esperar que los Gobiernos realicen en los próximos cincuenta años lo que no se ha hecho en estos que conmemoramos.
Tomemos entonces, nosotros, ciudadanos comunes, la palabra y la iniciativa. Con la misma vehemencia y la misma fuerza con que reivindicamos nuestros derechos, reivindiquemos también el deber de nuestros deberes. Tal vez así el mundo comience a ser un poco mejor.
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