Escrito por Leandro Vesco - Diario La Nación (19 de Octubre de 2021) - Puerto Iguazú - Misiones.
Fotografías: Hernan Zenteno.
La comunidad guaraní Fortín Mbororé es una de las 15 que en el último tiempo tomaron la decisión de abrirse al turismo comunitario.
La selva es una cortina impenetrable de palmeras, arbustos y árboles. Dominan los tonos verdes y las mariposas multicolores. El cuadro se completa con senderos de tierra roja muy intensa y algunos caminos con piedra laja. Misiones es un territorio exuberante. Toda clase de aves y animales cuelgan de los árboles, orugas y hormigas de gran tamaño se confunden con la vegetación. En uno de estos senderos está la comunidad mbya Guaraní Fortín Mbororé, una de las 15 abiertas al turismo comunitario. “Es una manera de mostrar nuestra cultura en la selva, que es nuestra casa”, dice Delfín, de 32 años, miembro de la etnia.
La actividad se resume en caminar por la selva por senderos interpretativos dentro de la propia aldea que es la más numerosa de la etnia Mbya con 1200 habitantes. Viven dentro de la selva con sectores dedicados a la agricultura. Un guía explica el modo de vida que llevan, y que intentan proteger. “Ahora las mujeres pueden ser caciques, y pueden votar”, dice Delfín, que en guaraní se llama Tupá Rapa´Yju Poty (significa Hombre Cazador). Camina descalzo. “No estamos acostumbrados a las zapatillas”, aclara.
El centro de Puerto Iguazú está a 15 minutos. La convivencia con “el hombre blanco” es total y diaria. La comunidad tiene una escuela primaria y secundaria, ambos niveles bilingües. Hablan un guaraní que se diferencia con el llamado “criollo”, y que se referencia con el que se habla tierra adentro en Paraguay. “Tenemos cuatro maestros que fueron allí para poder aprender a escribir nuestra lengua”, afirma Delfín. El dialecto Mbya nunca fue escrito, sino que se aprendió en forma oral. “Ahora los niños pueden aprender a escribirlo”, agrega.
Están preocupados en la comunidad. La cercanía con la ciudad les plantea desafíos. Esta apertura con grupos de turistas les sirve para socializar sus problemas. “Los jóvenes están perdiendo la cultura guaraní —dice Delfín—. Están siendo tentados por la tecnología”. Enumera esos enemigos: el celular, las tablets y las computadoras.
“Sabemos que el progreso es inevitable”, dice. Los adolescentes salen de la aldea y regresan con cortes de pelo “de gente blanca” y aritos o tatuajes. “Los tatuajes son ancestrales y solo algunos hombres podían tenerlos, cazadores y el chamán”, explica. “Aritos y collares hemos tenido, pero siempre de madera o semillas”, agrega y así cuestiona el material de estos elementos nuevos que llegan a la comunidad.
“¿Qué pasará en 15 años? Podemos desaparecer”, dice Delfín. Mientras expone sus temas, conduce al grupo al interior de la selva. Es un grupo pequeño de turistas, no más de 20. Llegan de todas partes del país. Las Cataratas del Iguazú están a pocos kilómetros. La pandemia provocó interés en conocer más de este territorio selvático y tropical. Los Mbya viven en el corazón de una tierra por momentos impenetrable.
Las casas de los Mbyas son básicas, de madera, con techo a dos aguas. Siempre hay un fuego encendido. Alrededor, la tierra roja salpicada con hierbas y plantas. Algunos tienen sus huertas. No existen las comodidades urbanas. “No somos pobres, vivimos como queremos”, aclara Delfín. Pero reconoce dónde está la pobreza para los Mbyas en el siglo XXI: “En la selva, antes, era nuestra, ahora tenemos muy poco espacio”, enfatiza.
Cazadores y recolectores, nómades; así eran ancestralmente. Ninguna de las tres cosas pueden hacer hoy. “Apenas tenemos 230 hectáreas”, agrega. No hay resignación ni tristeza en su mirada. “No podemos frenar este realidad, pero sí conservar nuestra cultura”, reconoce.
“No somos ricos y buscamos nuestras maneras de generar dinero”, afirma. El turismo comunitario es una de ellas, pero también lo que cultivan. Remolacha, maíz, papas, zapallos, mandioca. Son todos productos orgánicos muy apreciados en ferias y restaurantes.
“El cacique es elegido por todos”, dice Delfín. Cuando cumplen 12 años, los jóvenes son considerados adultos. Pueden votar. La manera de hacerlo es igual hace siglos, se paran los postulantes y cada votante se posiciona detrás de su candidato, el que tiene la fila más larga, gana. No hay una duración determinada de mandato. “Si hace las cosas bien, puede estar toda la vida”, afirma. El cacique se encarga de gestionar para la comunidad, pero para mantener el orden interno, está el vicecacique, que tiene sus sargentos y cabos. Todos son voluntarios, nadie cobra por estos trabajos.
La condición para tener estos cargos es saber hablar y escribir español. ¿Qué pasa si el cacique no hace bien su trabajo? “Esperamos cinco o seis meses y llamamos de nuevo a elecciones para elegir uno nuevo”, afirma Delfín.
Otra autoridad muy respetada, y que es de por vida, es el chamán, el conocedor de los todos los secretos de la selva. “Mi abuelo es el chamán, pero él no puede ser visto por mucha gente”, cuenta Delfín. Es quien prepara todas las medicinas y quien bautiza. Determina el futuro del niño cuando le pone nombre. No los tienen inmediatamente después de nacer. Bautismo y casamientos solo se hacen cada 21 de septiembre, cuando se celebra el año nuevo guaraní.
Tienen una sala sanitaria, y tres veces a la semana vienen un clínico, un pediatra y un ginecólogo. “Antes de la medicina de ‘ajuera’, siempre usamos la nuestra”, cuenta Delfín. “Estamos en medio de una farmacia natural”, mira las plantas y los árboles. “El único que puede hacer medicina es el chamán”, dice. Señala árboles: uno se usa para recuperar el olfato, otro el apetito, la corteza de aquel para disminuir dolores menstruales. “Tenemos nuevas enfermedades, y no siempre los remedios naturales para curarlas”, señala en dirección a Puerto Iguazú.
Enumera a las papas fritas, palitos salados, galletitas, gaseosas y otras comidas de la ciudad como las razones de los cambios de hábitos alimenticios entre los más chicos. “Cuando el chamán se queda sin medicina de la naturaleza, vamos al médico de los blancos”, asegura Delfín, quien concurrió a la escuela en Puerto Iguazú, antes de que existiera una en la aldea. “En la ciudad aprendí una cosa: que tiene mucho ruido”, sentencia.
“Para nosotros la muerte es una cosa natural y alegre, parte de la vida, sabemos que nos vamos a un lugar mejor”, afirma. La cosmovisión es bella y muy humana. “Aguyjevéte”, dice Delfín. Es el saludo guaraní, levanta las manos para hacerlo: “Le pedimos al sol por nuestro bienestar corporal y espiritual”.
El recorrido por la selva incluye una degustación de comidas ancestrales. Mbeyu, chipa, remolacha dulce y miel. También muestran las trampas para cazar animales y la visita a un árbol sagrado. Todo finaliza con una danza típica con una melodía que acompaña un violín, resabio de la enseñanza que recibieron en las misiones jesuíticas.
“Caminamos descalzos porque recibimos la energía de la tierra”, explica Delfín. En el silencio selvático, se oye un sonido penetrante y eléctrico. “Es lo que nos pone nerviosos: la motosierra”, aclara. El desmonte, clave para la industria forestal, y para el avance de la agricultura, rodea a la comunidad.
“El avance de la desforestación les quita territorio, y no pueden vivir según sus usos y costumbres”, afirma Iván Piedrabuena, director General de Turismo del Ministerio Delegación Iguazú. En Misiones existen 124 comunidades guaraníes, aproximadamente una población de 10.000 personas. “Tienen que ir a buscar trabajo a la ciudad, y muchas veces sufren discriminación —afirma—. Aparecen problemas que no tenían, como ansiedad, estrés y vicios”.
En el año 2006 comenzó a trabajar, en colaboración con las comunidades Mbyas, con el Proyecto Mate, ofreciéndole capacitaciones para trabajar en el turismo comunitario, y así abrir su cultura con los visitantes y generar ingresos. “Sabemos que el turismo no es la panacea, pero encontramos a través de él un medio para abordar todas sus problemáticas”, asegura Piedrabuena.
La sociedad Mbya tiene un debate interno: algunos están en desacuerdo en mostrar su modo de vida a los turistas, pero para la mayoría es una de las pocas alternativas de conseguir beneficios económicos. “Creemos que el turismo comunitario es una manera para que puedan tener una mejor calidad de vida a largo, plazo”, concluye Piedrabuena.
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