El creador de la bandera perteneció a la estirpe de patriotas que pensó un país con los pueblos indígenas, contando para esa idea con aliados estratégicos como los chiriguanos del Gran Chaco. Una excepcional generación de patriotas.
El periodo 1806-1820 –aproximadamente- de la historia argentina nos muestra a una generación de patriotas revolucionarios, luchadores por la Independencia, que pensaron al país naciente con los pueblos indígenas. Moreno, Castelli, Belgrano, San Martín, Dorrego, Artigas, Güemes son solo algunos de los nombres que concibieron a la nueva sociedad en construcción con la participación de los originarios.
En los primeros años de la “Revolución de Mayo” Manuel Belgrano tiene a su cargo legislar para las comunidades guaraníes que pertenecían al régimen jesuita, estableciendo que sus habitantes eran libres e iguales “a los que hemos tenido la gloria de nacer en el suelo de América”, al mismo tiempo que los habilitaba para todos los empleos civiles, políticos, militares y eclesiásticos. Inclusive por oficio del 6 de diciembre de 1810 acusa al Gobernador intendente del Paraguay, Bernardo de Velazco, de ser culpable de promover la división entre los guaraníes. Ese oficio fue traducido a la lengua guaraní para conocimiento de la población indígena.
Ya en los días de la Independencia, algunos de los representantes al Congreso de Tucumán propusieron entronizar a un descendiente de los incas para gobernar a las flamantes Provincias Unidas del Río de la Plata, respetando y continuando la tradición originaria del Tawantinsuyu. Impulsores de esta idea fueron el propio Belgrano y José de San Martín, aunque la iniciativa –fuertemente cuestionada por Buenos Aires- finalmente no prosperó.
Unos años antes de aquel trascendente 1816, el entonces Jefe del Ejército del Norte mantendría con uno de los máximos líderes indígenas de la región del Gran Chaco
-enrolado a la sazón en la causa independentista- un histórico encuentro que fue emblemático de aquel espíritu de inclusión y participación igualitaria de todas las vertientes étnico-culturales en aquellos años esperanzadores de la primavera revolucionaria.
Dos potencias se saludan en Potosí
Hacia 1813, Belgrano gozaba de una gran popularidad entre los indígenas del Alto Perú y sus zonas de influencia. Las comunidades que adherían a la causa revolucionaria lo respetaban y admiraban y muchos de los líderes deseaban conocerlo. Tal era el caso de Cumbay, un célebre cacique ava guaraní (chiriguano como los denominaron despectivamente los incas) con actuación muy importante desde fines del siglo XVIII como adversario de los españoles. Se presentaba con el título de Mburubicha guasu o Capitán Grande, vivía en las proximidades del Chaco paraguayo, y lo rodeaba un halo enigmático, haciéndose ver poco, oculto en sus selvas, desde las cuales organizaba sus tácticas bélicas contra las tropas realistas.
Al enterarse de la llegada de Belgrano y su ejército a Potosí, Cumbay gestionó una entrevista con el general, a la que este accedió gustoso. Una de las crónicas de aquel encuentro afirma que el gran cacique arribó al cuartel general acompañado por su intérprete, dos hijos menores y una comitiva-escolta de 20 flecheros con carcaj a la espalda, arco en la mano izquierda y una flecha envenenada en la derecha.
El gran cacique venía a caballo y al llegar junto a Belgrano desmontó, mirandolo fijamente durante largos minutos, luego de lo cual dijo a través de intérprete “que no lo habían engañado y que según el rostro de Belgrano, así debía ser su corazón”. El general le ofreció un caballo ricamente enjaezado y con herraduras de plata, desfilando después ambos en medio del ejército formado. Al pasar frente a la artillería, le previnieron al jefe indígena que tuviese cuidado con el caballo, porque iban a disparar en su honor, a lo que replicó “que nunca habla tenido miedo a los cañones”.
Más tarde se lo alojó con toda magnificencia, habiéndole preparado una cama digna de la autoridad que era, pero Cumbay dio entonces a sus huéspedes una lección de humildad al rechazar los lujos y dormir esa noche sobre el apero, respetando así la costumbre ancestral de no ser más que sus hombres.
En los días subsiguientes se celebraron fiestas en honor del ilustre visitante incluyendo una gran parada militar. Cumbay no se mostró sorprendido, y ante la consulta de Belgrano respecto a los ejercicios que había observado contestó: “con mis indios desbarataría todo eso en un momento”.
La despedida estuvo colmada de obsequios y atenciones mutuas, entre las que se destacó un gran uniforme que regaló el general al cacique, acompañado de una bella esmeralda incrustada en oro, para que pudiera utilizar a modo de tembetá, el tradicional adorno característico de los guaraníes, que los guerreros llevaban colocado entre el labio inferior y el mentón. Cumbay no fue menos en su gentileza, poniendo a disposición de Belgrano dos mil de sus hombres (kereimbas, guerreros) para pelear a su lado contra los españoles.
Siete años más tarde, ya muy enfermo, Belgrano moría en la más extrema pobreza, producto de su entrega incondicional al proceso independentista, mientras su amigo Cumbay seguía peleando codo a codo junto a los patriotas en las selvas del Gran Chaco. Ambos habían escrito una página que aún hoy los honra: estar unidos tras una causa común, más importante que cualquier interés personal.
Fuente: El Orejiverde - 20/6/2017
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