Es a los antiguos egipcios a quienes debemos esa división del día. Seguramente fueron motivados por la cultura religiosa, ligada también a la relación mitológica con el universo, en la que el término ‘hora’ era entendido como “deber sacerdotal”, pero también hacía referencia a “vigía de las estrellas”.
El movimiento de los astros, principalmente del Sol, establecía intervalos de tiempo dentro del día, que luego fueron registrados con mayor precisión desde el año 1500 a. C. con el sechat, un pequeño reloj solar transportable que medía el tiempo usando como referencia la longitud de sombras que cambiaban a lo largo del día, dependiendo del ángulo de incidencia del Sol.
Los obeliscos –se conocen más de 30 erigidos en el antiguo Egipto–, que se siguen construyendo para adornar las plazas principales de muchas ciudades modernas como símbolos conmemorativos, eran la versión gigante de relojes de Sol. Además de marcar unidades de tiempo con su sombra, que iba desplazándose sobre el suelo, indicaban los solsticios (los días más largo y más corto del año).
El problema de estos relojes era que, evidentemente, solo funcionaban de día. Para las noches existía otro instrumento llamado merjet, un reloj estelar que, de manera similar a lo que luego se llamaría astrolabio, servía para ubicar la posición de estrellas. Un diseño sencillo con una plomada y una barra horizontal lo hacía posible.
Una muestra más de la innovación de los antiguos egipcios fue el invento del reloj de agua. La clepsidra, como se le conoce, comenzó siendo una simple vasija de cerámica con agua en su interior y con marcas para registrar la disminución del nivel del líquido a medida que iba saliendo lentamente por un orificio.
Esta idea tan sencilla, pero ingeniosa, perduró durante varios siglos y el reloj de agua fue el preferido por romanos, chinos, persas y muchas otras civilizaciones, hasta que el reloj mecánico comenzó a ser el protagonista en el siglo XVII.
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