Mucho tiempo hacía que
Yasí, la luna, miraba llena de curiosidad y de deseo desde su cielo oscuro los
bosques profundos con que Tupá, el poderoso Dios de los guaraníes, había
recubierto la tierra. Los ojos claros de Yasí recorrían la yerba fina y suave
de las laderas, los altos árboles que alargaban sus sombras en la noche
luciente, los ríos de aguas centelleantes, y su deseo de bajar hasta el bosque
se iba haciendo cada vez más ardiente.
Entonces Yasí llamó a Arai, la nube rosada del
crepúsculo, y le dijo:
- ¿Quieres bajar
conmigo a la tierra? Arai, la dulce compañera de la diosa, se quedó asombrada
del extraño deseo de Yasí.
Pero ésta siguió
apremiante:- Sí. Ven conmigo, Arai. Mañana por la tarde dejaremos el cielo azul
y nos meteremos por el bosque, entre los altos árboles.
- Pero todos sabrán lo
que hemos hecho; al llegar la noche notarán tu ausencia.
Yasí sonrió mientras
sus ojos brillaban burlonamente.
- Sólo las nubes, tus
hermanas, lo sabrán. Las llamaré, les pediré que vengan veloces y bien
apretadas. Cubrirán todo el cielo y nadie sabrá nuestra aventura.
Las palabras de Yasí
convencieron a la nube rosada, y al atardecer del día siguiente, dos hermosas
doncellas paseaban por el bosque solitario, mientras negras y densas nubes
amenazaban la tierra con su aspecto tormentoso.
Yasí miraba
entusiasmada los árboles, que ofrecían sus frutos olorosos; las ramas
susurrantes, movidas por el viento; el verde de las hojas, casi blanco cuando
ella se acercaba. Yasí sintió bajo sus pies desnudos la húmeda suavidad de la
yerba, y vió su hermoso rostro lunar reflejado en las aguas profundas de los
ríos. Yasí y Arai eran felices en su correría a través del bosque; pero sus
cuerpos se iban fatigando. Caminaban en la noche oscura dejando a su paso una
sombra de luz. A lo lejos, en un claro del bosque, vieron una ruinosa cabaña, y
hacia ella se encaminaron para buscar un poco de reposo, pues, aunque eran
diosas en su morada celeste, sentían el cansancio bajo la forma de
doncellas.
De pronto, sus
aguzados oídos sintieron el leve chasquido de una ramita al quebrarse.
Yasí volvió su rostro
radiante hacia aquel lugar, y su luz iluminó a un tigre, un yaguareté que se
abalanzó sobre ellas a la vez que quedaba deslumbrado por la repentina
luminosidad. Después vieron como un hombre de edad avanzada, pero con instinto
y experiencia de cazador, en ese mismo instante una flecha disparada por
un viejo cazador guaraní que venía siguiendo al tigre fue a clavarse en el
costado del animal.
La bestia rugió
furiosa y se volvió hacia el lado del tirador, que se acercaba.
Enfurecida, saltó
sobre él abriendo su boca y sangrando por la herida pero, ante las muchachas
paralizadas, una nueva flecha le atravesó el pecho.
En medio de la agonía
del yaguareté, el indio creyó haber advertido a dos mujeres que escapaban, pero
cuando finalmente el animal se quedó quieto no vio más que los árboles y más
allá la oscuridad de la espesura.
-Yo soy Yací y ella es mi amiga Araí. Queremos darte las gracias por salvar nuestras vidas. Fuiste muy valiente, por eso voy a entregarte un premio y un secreto.
Después, con la
respiración aún jadeante, sus ojos buscaron a las dos muchachas
- Ya no tenéis por qué
temer - les dijo -. Ahora os ruego, hermosas jóvenes que aceptéis la hospitalidad
que puedo ofreceros en mi cabaña.
Yasí y su compañera aceptaron gustosas la
invitación a la vez que elogiaron el valor y la destreza que el viejo indio
había demostrado en la lucha.
Después fueron tras él
y entraron en la choza.
- Sienténse sobre esas
esteras mientras aviso a mi mujer y a mi hija para que vengan a ofreceros los
deberes de la hospitalidad, dijo el viejo. Y desapareció de aquel lugar,
mientras las dos jóvenes se miraban llenas de asombro sin atreverse a decir ni
una palabra. A su alrededor todo era ruinoso y miserable, y, si ya les había
llamado la atención que un solo hombre viviese en aquellas soledades, su
asombro subió al enterarse que dos mujeres vivían junto a él.
Su aventura por la tierra iba adquiriendo una
serie de matices insospechados.
Pero no les dió tiempo
a divagar, porque las dos mujeres anunciadas, llenas de afectuosidad, entraron
donde ellas estaban.
- Venimos a ofreceros
nuestra pobreza dijo la mujer del viejo indio.
Pero Yasí y Arai
apenas si se daban cuenta de lo que les decía, pues habían quedado maravilladas
por la hermosura de la joven, que, llena de un tímido recato, estaba ante
ellas.
- No tenéis que
esforzaros - dijo, por fin, Yasí saliendo de su asombro
- Les agradeceremos
cualquier cosa que puedan ofrecernos, pues hemos caminado por el bosque desde
el atardecer y estamos más fatigadas que hambrientas. La joven se apresuró
entonces a traer unas tortas de maíz que, guardadas sobre el rescoldo de la
lumbre, habían conservado su tibieza y blandura.
Pero lo que las dos
diosas no supieron en aquel momento, ya que bajo forma humana habían perdido
algunos de sus poderes divinos, era que aquellas sabrosas tortas estaban hechas
con el único maíz que quedaba en la cabaña. Durante un buen rato el viejo
matrimonio y la hermosa doncella procuraron hacer grata la estancia de las
diosas; pero Yasí permanecía un poco ajena a lo que decían. Encontraba tan
fuera de lo natural que aquellas tres personas viviesen allí, alejadas de los
demás hombres y expuestas a los peligros de las fieras, que no podía apartar la
idea de que en todo ello había algún misterio.
Y, no pudiendo más en
su curiosidad, pregunto, por fin, procurando que sus palabras no dejasen ver su
deseo, sino más bien como quien pregunta algo al azar:
- ¿Hay alguna otra
cabaña cerca de ésta? - No - contestó el viejo indio -; vivimos aquí
completamente aislados de los demás hombres. No, hay ninguna cabaña próxima. -
¿Y no sentís temor en estas soledades? - inquirió de nuevo Yasí.
Pero el viejo, sabía callar lo que le interesaba y respondió evasivamente: - No, no, ninguno. Hemos venido aquí a vivir por nuestro gusto.
Después se levantó, no
sin cierta ceremonia en sus ademanes y dijo:
- No quisiera fatigar a quien se acoge bajo nuestro techo, pues Tupá mira con desagrado al que no cumple dignamente la hospitalidad con sus semejantes. Por tanto, os dejaremos reposar lo que queda de la noche. Mañana, si el deseo de ustedes es abandonar estos bosques, os acompañaré hasta donde no exista ningún peligro.
- No quisiera fatigar a quien se acoge bajo nuestro techo, pues Tupá mira con desagrado al que no cumple dignamente la hospitalidad con sus semejantes. Por tanto, os dejaremos reposar lo que queda de la noche. Mañana, si el deseo de ustedes es abandonar estos bosques, os acompañaré hasta donde no exista ningún peligro.
Y, una vez dicho esto,
salió seguido de su mujer y su hermosa hija. Cuando Yasí se vió nuevamente a
solas con Arai dejó que su clara luz iluminase la estancia, pues desde que
encontraron al indio en el bosque la había replegado y oscurecido sobre sí
misma para no descubrirse.
Después oyó que Arai
le decía:
- ¿Qué hacemos ahora,
Yasí? ¿Volvemos a nuestra morada y dejamos que esta gente crean que nuestro
encuentro ha sido un sueño ?
Yasí movió
negativamente la cabeza. - No, no, Arai. Estoy llena de curiosidad por saber
cuál es el motivo que les ha hecho retirarse a estas soledades y encerrar con
ellos a esa hermosa joven. Y, si no logramos que nos lo digan, nuestro poder no
es suficiente para adivinarlo.
Esperemos a manaña.
Arai no acababa de sentir la curiosidad de Yasí; pero era amiga de la pálida
diosa, y accedió a su deseo, aunque no le agradaba mucho pasar la noche en la
ruinosa cabaña.
Llegó la nueva luz, y
con ella Yasí anunció al viejo que había llegado el momento de marchar.
- Esperamos - le dijo
- que, así como se han comportado con nosotros tan amablemente, nos acompañen,
según como nos dijeron hasta el límite del bosque. Pero no hacía falta que la
diosa le recordase su promesa, pues el hombre era hospitalario y veraz, y se
puso en seguida a disposición de sus deseos.
Salieron la mujer y la
hija a despedir a las dos aventureras doncellas; que, acompañadas del viejo,
emprendieron el camino. Apenas se habían apartado del claro del bosque donde
estaba la cabaña, cuando Yasí, con toda su fría astucia, intentó que su
acompañante les dijera lo que tanto deseaba. Pero el viejo había intuído el
deseo de la joven, y, atribuyéndolo a curiosidad propia de mujer, se decidió a
satisfacerlo, y le dijo:
- Hermosa doncella,
bien veo que os ha llamado la atención el alejamiento en que vivo con mi mujer
y mi hija; mas no penséis que hay en ello ningún motivo extraño.
Yasí, que había
empezado a regocijarse con las primeras palabras del viejo, sintió el temor de
que éste no continuase, al ver que hacía una pausa en su comenzado relato.
Entonces Arai, la
rosada nube, hizo un intento para que el deseo de su amiga quedase satisfecho,
y preguntó:
-¿Y hace mucho tiempo
que vivís en el bosque? Si, ya hace bastante, y no puedo quejarme de esta
soledad, porque ella me ha dado la tranquilidad que empezó a faltarme cuando
vivía entre los de mi tribu.
Entonces el viejo
indio, ya dispuesto a la confidencia, contó a las dos jóvenes el motivo por el
que se había retirado a vivir en la humilde cabaña donde ellas le habían
acompañado. Durante su vida juvenil había vivido junto a los de su tribu, una
tribu como las muchas que estaban en las proximidades de los grandes ríos,
dedicadas a la caza y a la lucha. Allí conoció a la que fué su mujer, y su alegría
no tuvo límites el día en que nació su hija, una niña tan llena de hermosura,
que aumentaba el gozo natural de sus padres. Pero esta alegría se fué trocando
en preocupación a medida que la niña fué creciendo, pues era tan inocente, tan
llena de candor y tan falta de malicia, que el padre empezó a temer el día en
que perdiera tan hermosos atributos.
Poco a poco, el
desasosiego, la inquietud y el temor invadieron el espíritu del indio hasta que
determinó alejarse de la comunidad en que vivía para que en la soledad pudiese
su hija guardar aquellas virtudes con que Tupá la había enriquecido.
Abandoné todo lo que
no me era necesario para vivir en el bosque - dijo el viejo - y, sin decir a
nadie hacia dónde iba, huí como un venado perseguido, hacia la soledad. Desde
entonces vivo allí. Sólo el cariño que tengo a mi hija pudo hacerme cometer
esta especie de locura. Pero soy feliz, vivo tranquilo.
Calló el viejo y
ninguna de las dos supo qué contestarle. Entonces Yasí, viendo que el bosque
estaba cerca, le pidió que las dejase, después de prometerle que a nadie le
hablarían de su encuentro. Accedió el viejo indio, y, una vez que Yasí y Arai
se vieron solas, perdieron sus formas humanas y ascendieron a los cielos.
Pasaron algunos días, en los que la pálida diosa no podía olvidar las aventuras
y sobre todo el encuentro que había tenido en el bosque, y, observando al viejo
indio desde su soledad celeste, comprendió todo el valor de la hospitalidad que
aquél les había ofrecido en su cabaña, pues vió que las tortitas de maíz, de
que tanto gustaban todas aquellas tribus, habían desaparecido de su alimento.
Era indudable que las que les fueron ofrecidas habían sido las últimas que
tenían.
Entonces una tarde,
volvió a hablar con Arai y le contó lo que había observado.
- Yo creo - dijo la
nube sonrosada - que debemos premiar a aquella gente. ¿Qué te parece, Yasí? -
Lo mismo he pensado yo, y por eso he querido hablar contigo. Podríamos hacer,
ya que el viejo tiene ese cariño por su hija, tan fuera de lo común, que nuestro
premio recayese sobre la joven. Has pensado bien, Yasí.
Y como fué tan
hospitalario, y sabes que Tupá se alegra de que los hombres sean de ese modo,
tendremos también que demostrárselo. Desde aquel momento, las jóvenes diosas se
dedicaron con afán a buscar un premio adecuado. Por fin, se les ocurrió algo
verdaderamente original y, con el mayor secreto, se decidieron a ponerlo en
práctica. Para ello, una noche infundieron a los tres seres de la cabaña un
sueño profundo, y, mientras dormían, Yasí en forma de blanca doncella fue
sembrando, en el claro del bosque que delante de la choza se extendía, una
semilla celeste. Después volvió a su morada, y desde el cielo oscuro iluminó
fuertemente aquel lugar, a la vez que Arai dejaba caer suave y dulcemente una
lluvia menuda que empapaba amorosamente la tierra.
Llegó la mañana, Yasí
quedó oculta bajo el sol radiante, pero su obra estaba concluida. Ante la
cabaña habían brotado unos árboles menudos, desconocidos, y sus blancas y
apretadas flores asomaban tímidas entre el verde oscuro de las hojas.
Cuando el viejo indio
despertó de su profundo sueño y salió para ir al bosque, quedó maravillado del
prodigio que ante la puerta de su choza se extendía. Desde ella estaba quieto y
silencioso queriendo comprender lo que había sucedido, pero a la vez con un
soterrado temor de que sus ojos y su mente no fuesen fieles a la realidad. Por
fin, llamó a su mujer y a su hija, y, cuando los tres estaban estáticos mirando
lo que para ellos era un prodigio, otro mayor acaeció ante sus ojos y les hizo
caer de rodillas sobre la húmeda tierra. Las nubes, que desperdigadas vagaban
por el cielo luminoso, se juntaban apretadamente y lo tornaron oscuro, al mismo
tiempo que una forma blanquísima y radiante descendía hasta ellos.
Yasí, bajo la figura
de doncella que habían conocido, les sonreía confiadamente.
No tengáis ningún
temor - les dijo -.Yo soy Yasí, la diosa que habita en la luna, y vengo a
premiaros vuestra bondad Esta nueva planta que veis es la yerba
mate, y desde ahora para siempre constituirá para vosotros y para todos los
hombres de esta región el símbolo de la amistad, y amor. Y vuestra hija vivirá
eternamente, y jamás perderá ni la inocencia ni la bondad de su corazón. Ella
será la Diosa de la yerba.
Después, la Diosa Yasi
que habita en la Luna les hizo levantar del suelo donde estaban arrodillados, y
les enseño el modo de tostar y cojurar la yerba de modo ceremonial y de cómo
tomar el mate. Yasi ungió a la bella Yarí como Diosa Protectora (Caa Yarí) y a
su Anciano Padre, como su Custodio. Los dulces cuidados y la protección
constante prodigados a las plantas, lograron que las plantaciones de yerba mate
se multiplicaran en forma infinita.
Pasaron algunos años,
y al viejo matrimonio le llegó la hora de la muerte. Después, cuando la hija
hubo cumplido sus deberes rituales, desapareció de la tierra. Y, desde entonces
suele dejarse ver de vez en cuando entre los yerbatales como una joven hermosa
en cuyos ojos se reflejan la inocencia y el candor de su alma. Bendiciendo a
las familias y a las Mujeres, hijos de estas Tierras. Caa Yari, Caa Yari, Caa
Yari.
Fuente: Circulo
Memoria Ancestral (Blog)
Escrito: Yeimi
Ferreira
muy linda la leyenda.
ResponderEliminarHermosa como siempre..Un deleite aprender.. Gracias.-
ResponderEliminarAmen
ResponderEliminarEncantadora leyenda...
ResponderEliminarMuy bello. Felicitaciones por estas publicaciones que ayudan a la gente a comprender. Un abrazo desde Buenos Aires
ResponderEliminarUna de mis leyendas favoritas 😍
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