sábado, 12 de abril de 2025

El chamamé, un rugido del alma


En las entrañas del litoral argentino, en mi querido Corrientes, donde el calor sofoca tanto como las penas, el chamamé no es solo música, no es un baile ni una costumbre: es una herida que sangra al ritmo del acordeón. Es la voz profunda de una tierra roja y generosa, de ríos que reflejan las lunas de los amantes y que llevan consigo los suspiros de los que se quedan esperando.

El chamamé es mucho más que un estilo musical: es la esencia misma de una cultura que respira el perfume del chipá, del humo del asado de los domingos, y de las historias contadas bajo los algarrobos. En cada golpe de zapateo, en cada zapucay desgarrado, está el eco de generaciones que han aprendido a resistir, a amar y a llorar con dignidad.

Yo nací en la Patagonia, tierra de vientos que tallan las almas y horizontes que se pierden en la nada. Pero me casé con una gringa correntina, y con ella llegué a conocer una familia que hizo también suya mi vida. En ese abrazo que me dieron sus costumbres y tradiciones, descubrí al chamamé, ese idioma del alma que no necesita traducción. Desde entonces, aunque mis pies pertenezcan a otras tierras, mi corazón late al ritmo de esa música que habla de ríos, ausencias y amores imposibles.

En las noches correntinas, cuando el bandoneón y el acordeón empiezan a trenzarse en melodías, todo cobra sentido. Los hombres y mujeres de caras curtidas por el sol se abrazan al compás de una danza que no distingue entre pobres y ricos, entre los que poseen tierras y los que solo poseen sus sueños. En los casamientos, en los velorios o en la fiesta de San Baltasar, siempre hay un chamamé para recordarnos que la vida, a pesar de sus golpes, sigue adelante.

Los músicos son los verdaderos chamanes del chamamé. Con su acordeón brillante como un cuchillo afilado, conjuran recuerdos y emociones que se derraman como el agua del Paraná. “Kilómetro 11”, “Merceditas”, “El Toro”: ¿quién no ha sentido que su alma se desploma y renace con esas canciones? Porque en cada acorde está la alegría y la tristeza de una tierra que vive en un constante vaivén entre el dolor y la esperanza.

Y está el zapucay, ese grito desgarrado que atraviesa el aire y se clava en el corazón de quien lo escucha. El zapucay no es solo un sonido: es una declaración de vida, un estallido de pasión y dolor, una afirmación de que, a pesar de todo, seguimos aquí. Es un puente entre el presente y el pasado, entre quienes estamos y quienes ya se fueron, un grito que conecta a todos los presentes en un instante que es puro alma.

La letra del chamamé, a veces simple y otras profundamente poética, es siempre un mazazo directo al corazón. Habla de amores que nunca llegaron a ser, de la luna que espía entre las ramas, del monte que guarda secretos, y del río que se lleva las promesas. Pero también habla de esperanza, de volver a empezar y de encontrarle sentido a esta cosa absurda que llamamos vida.

Cuando el chamamé suena en una madrugada de verano, mientras el mate pasa de mano en mano y los mosquitos zumban su propia melodía desafinada, uno entiende que no es solo música. Es la voz de una tierra que habla a través de sus hijos, es un espejo que nos muestra tal como somos: frágiles, valientes y llenos de sueños.

El chamamé no se explica; se vive. Y en ese vivir, mientras los pies marcan el ritmo y el alma se remonta como un ave libre, entendemos que todo lo que importa está en ese instante. Porque el chamamé, con su poder de desnudarnos y abrazarnos al mismo tiempo, nos recuerda que estamos vivos. Y eso, en un mundo que tantas veces conspira contra nosotros, ya es suficiente.

Cuando el último acorde se apaga y el silencio regresa, un zapucay se eleva al cielo, desgarrado y poderoso, como una oración. Porque el chamamé nunca termina: sigue resonando en la tierra roja, en el aire cargado de historia, y en los corazones de quienes se atreven a sentirlo.

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