En las entrañas del litoral argentino, en mi querido Corrientes, donde el calor sofoca tanto como las penas, el chamamé no es solo música, no es un baile ni una costumbre: es una herida que sangra al ritmo del acordeón. Es la voz profunda de una tierra roja y generosa, de ríos que reflejan las lunas de los amantes y que llevan consigo los suspiros de los que se quedan esperando.
El chamamé es mucho más que un estilo musical: es la esencia misma de una cultura que respira el perfume del chipá, del humo del asado de los domingos, y de las historias contadas bajo los algarrobos. En cada golpe de zapateo, en cada zapucay desgarrado, está el eco de generaciones que han aprendido a resistir, a amar y a llorar con dignidad.
Yo nací en la Patagonia, tierra de vientos que tallan las almas y horizontes que se pierden en la nada. Pero me casé con una gringa correntina, y con ella llegué a conocer una familia que hizo también suya mi vida. En ese abrazo que me dieron sus costumbres y tradiciones, descubrí al chamamé, ese idioma del alma que no necesita traducción. Desde entonces, aunque mis pies pertenezcan a otras tierras, mi corazón late al ritmo de esa música que habla de ríos, ausencias y amores imposibles.
En las noches correntinas, cuando el bandoneón y el acordeón empiezan a trenzarse en melodías, todo cobra sentido. Los hombres y mujeres de caras curtidas por el sol se abrazan al compás de una danza que no distingue entre pobres y ricos, entre los que poseen tierras y los que solo poseen sus sueños. En los casamientos, en los velorios o en la fiesta de San Baltasar, siempre hay un chamamé para recordarnos que la vida, a pesar de sus golpes, sigue adelante.
Los músicos son los verdaderos chamanes del chamamé. Con su acordeón brillante como un cuchillo afilado, conjuran recuerdos y emociones que se derraman como el agua del Paraná. “Kilómetro 11”, “Merceditas”, “El Toro”: ¿quién no ha sentido que su alma se desploma y renace con esas canciones? Porque en cada acorde está la alegría y la tristeza de una tierra que vive en un constante vaivén entre el dolor y la esperanza.
Y está el zapucay, ese grito desgarrado que atraviesa el aire y se clava en el corazón de quien lo escucha. El zapucay no es solo un sonido: es una declaración de vida, un estallido de pasión y dolor, una afirmación de que, a pesar de todo, seguimos aquí. Es un puente entre el presente y el pasado, entre quienes estamos y quienes ya se fueron, un grito que conecta a todos los presentes en un instante que es puro alma.
La letra del chamamé, a veces simple y otras profundamente poética, es siempre un mazazo directo al corazón. Habla de amores que nunca llegaron a ser, de la luna que espía entre las ramas, del monte que guarda secretos, y del río que se lleva las promesas. Pero también habla de esperanza, de volver a empezar y de encontrarle sentido a esta cosa absurda que llamamos vida.
Cuando el chamamé suena en una madrugada de verano, mientras el mate pasa de mano en mano y los mosquitos zumban su propia melodía desafinada, uno entiende que no es solo música. Es la voz de una tierra que habla a través de sus hijos, es un espejo que nos muestra tal como somos: frágiles, valientes y llenos de sueños.
El chamamé no se explica; se vive. Y en ese vivir, mientras los pies marcan el ritmo y el alma se remonta como un ave libre, entendemos que todo lo que importa está en ese instante. Porque el chamamé, con su poder de desnudarnos y abrazarnos al mismo tiempo, nos recuerda que estamos vivos. Y eso, en un mundo que tantas veces conspira contra nosotros, ya es suficiente.
Cuando el último acorde se apaga y el silencio regresa, un zapucay se eleva al cielo, desgarrado y poderoso, como una oración. Porque el chamamé nunca termina: sigue resonando en la tierra roja, en el aire cargado de historia, y en los corazones de quienes se atreven a sentirlo.
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