domingo, 3 de octubre de 2021

La señora Zuny, guardiana de semillas y ‘tesoro humano vivo’ de Chile y del planeta.



Esta cocinera mapuche de la región de La Araucanía y otras campesinas se han unido a ingenieros agrónomos para combatir la mayor amenaza para la biodiversidad y la alimentación del futuro: el desconocimiento. Un 80% de los granos tradicionales de la agricultura están en riesgo.

La huerta de Zunilda Lepín es un puro desorden, lo que, según ella, es “tal como debe ser”. A finales de otro invierno austral seco, a pie de cerro todo se hiela, pero en la primavera recién estrenada las variedades de frijol crecen junto a las de quinua, zapallo, cilantro, vinagrillo, frutilla, cerezos, nísperos… Hortalizas, árboles frutales, plantas medicinales y flores se mezclan como una prolongación del bosque nativo, un sistema interdependiente y complementario en el que ella hace hueco a las semillas tradicionales que va descubriendo con el fin de rescatarlas y conservarlas. “Cuando voy por ahí y veo algo que no conozco pido una semilla o una ramita y yo doy de lo que tengo”, explica llanamente. Es guardiana de semillas y, desde 2015, Tesoro Humano Vivo de Chile por su profundo saber y dedicación a una labor clave para la pervivencia de la agricultura tradicional campesina, reconocida garante de la biodiversidad alimentaria.


Lepín, o la señora Zuny, como la conocen en toda la región, nació hace 72 años en la región de La Araucanía, corazón del territorio mapuche al que los indígenas llaman Wallmapu. Huérfana de madre a una temprana edad y con un padre mapuche sujeto a las labores del campo, la necesidad la obligó a emigrar a la ciudad. En Temuco, la capital de la región, empezó a sembrar mote, papas y otros productos campesinos con los que alimentar a sus cuatro hijos. Un pequeño huerto urbano ―aunque todavía no se utilizaba este concepto―, que le sirvió para aliviar la pobreza pero también para recuperar el amor por las plantas y el conocimiento transmitido por su abuela materna durante la infancia. Intercambiaba semillas con sus vecinas y después con las campesinas mapuches de las comunidades aledañas forjando unos vínculos que se mantienen en la actualidad.

Desde su restaurante, la señora Zuny introduce los sabores de la huerta orgánica e invita a reflexionar sobre los hábitos alimentarios modernos. Las ñañas ―huerteras rurales mapuches― junto con algunas vendedoras del mercado de Temuco abastecen de género a su restaurante de comida campesina, Zuny Tradiciones, con el que introduce los sabores de la huerta orgánica e invita a reflexionar sobre los hábitos alimentarios modernos. Como sus nutritivos y coloridos postres de quinua, un ingrediente básico de la cocina mapuche en la época precolombina que fue eliminado de los campos y del saber popular. Sus variedades y usos se están reintroduciendo en el autoconsumo de las comunidades indígenas al tiempo que el auge en occidente impone una producción monovarietal. La historia de reemplazo de tantas semillas ancestrales.

Hace unos días un campesino le dio una alcayota. Ella le sacó las semillas, sembró algunas y repartió el resto. “Para que no se pierdan”, dice. Sabe que cuando desaparece una variedad no solo se pierde diversidad genética sino el conocimiento asociado a ella: la forma de cultivarla, de cocinarla, de utilizar su poder curativo, de entender su importancia espiritual, de guardarla.

El grano tradicional, domesticado y traspasado de generación en generación mediante prácticas de cultivo ancestrales, va adquiriendo una herencia histórica vinculada al territorio y a la familia que la hace parte esencial de la identidad de un pueblo. Uno de los catálogos de semillas más exhaustivos del país, elaborado por la Fundación Biodiversidad Alimentaria y disponible en internet, enumera como tradicionales las variedades endémicas, nativas, criollas y heirloom (que no han sido modificadas genéticamente), siempre y cuando sean anteriores a 1945, año en el que empezaron a aparecer las variedades comerciales. No son tradicionales, aunque son creadas a partir de ellas, ni las semillas híbridas ni las transgénicas, siendo ambas las más comercializadas. A escala mundial, cuatro grandes corporaciones: Bayer, Corteva, ChemChina y BASF controlan el 60% del comercio de granos, según el estudio del profesor Philip Howard de la Universidad del estado de Michigan (EE UU).

Hasta la fecha han recuperado 350 variedades de semillas y junto a la labor técnica puramente agronómica, hay también una parte social que consiste en “rescatar historias de vida vinculadas a la agricultura”
La reciprocidad característica de las comunidades campesinas e indígenas fomentó, hasta la llegada de los conquistadores españoles, una rica diversidad de cultivos ampliamente documentada en los escritos de los cronistas de la época, los volúmenes de botánica de Claudio Gay (1835), y las investigaciones sobre agricultura precolombina de Ricardo Latcham (1936).

La colonización introdujo nuevos cultivos y prohibió muchos autóctonos. Sin embargo, el punto de inflexión lo marca la Revolución Verde, que llega a Chile en los años ochenta. “El sistema agrícola de monocultivo fue lo que arrasó con la biodiversidad”, explica Esteban Órdenes Abarca, ingeniero agrónomo y cofundador de la Fundación Biodiversidad Alimentaria junto a Claudia Mellado Ñancupil y Thamar Sepúlveda Cuevas. “En ese nuevo modelo, que se presentó como la solución a la necesidad de alimentar a una población mundial creciente, la semilla híbrida depende de los productos agroquímicos: fertilizantes, pesticidas, fungicidas, hormonas... Y viene asociada a un marketing acérrimo. Y ahora todos hablan de su impacto en la la erosión genética, desertificación de los suelos, la contaminación del agua, los metales pesados. Y yo no sé qué pasó que hay más de 800 millones de personas en la actualidad que padecen hambre”. Con respecto a los híbridos, añade: “Cuestan 20 veces más que una semilla tradicional, un precio absolutamente inalcanzable para un agricultor yo diría que incluso medio”. Un desembolso que el productor está obligado a hacer anualmente.

La FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) estima que en los últimos cien años se ha perdido el 75% de la biodiversidad global de cultivos mientras que cada año desperdiciamos un tercio de la comida mundial. “Si quisiéramos producir alimentos -asegura Órdenes-, nos dedicaríamos a la semilla tradicional porque no tiene costo, ni está asociada al uso de agroquímicos y son más resistentes, especialmente en un contexto de cambio climático”.

Tras diez años de investigación, el ingeniero agrónomo confiesa no saber si él cuida a las semillas o ellas le cuidan a él. Órdenes advierte que el 80% de las semillas tradicionales están en peligro de desaparecer y considera que la principal amenaza para el grano antiguo es “el desconocimiento y la desvalorización. La pérdida parte en el momento en el que el agricultor duda de lo que tiene y decide tomar lo otro sin siquiera conocerlo”. Cuando se deja convencer de que la nueva semilla es mejor que la suya se produce el reemplazo. Por eso, Órdenes y sus compañeras iniciaron en 2011, coincidiendo con el rechazo social a la ratificación del Convenio UPOV 91 que extendía los derechos de privatización de las semillas, un trabajo de catalogación en colaboración con la comunidad indígena diaguita en la región de Atacama para demostrar el uso colectivo de variedades tradicionales y evitar así que pudieran ser patentadas como de reciente descubrimiento.

Una vez terminado, emprendieron la misma tarea en la Araucanía persuadidos por la señora Zuny y hasta la fecha han recuperado 350 variedades. Junto a la labor técnica puramente agronómica, hay también una parte social que lleva a cabo Claudia Mellado Ñancupil. Su trabajo consiste, como la huertera y guardadora de semillas mapuche dice, en “rescatar historias de vida vinculadas a la agricultura”. Cuenta que cada vez que una campesina reconoce una semilla ancestral que ella le muestra se prende una mecha que alumbra recuerdos y desencadena conversaciones con leyendas y saberes revueltos como las plantas en su huerta.

El 80% de las semillas tradicionales están en peligro de desaparecer y su principal amenaza es “el desconocimiento y la desvalorización”.

Además de las visitas a las campesinas, hasta el inicio de la pandemia, organizaron en el restaurante de la señora Zuny varios encuentros para el intercambio de conocimiento y cultivos, llamados txankintü en mapudungun. Atraídos por la larga trayectoria y generosidad de Zuny, a estos eventos acudían más de cien personas por invitación, no solo por seguir la costumbre de la práctica ancestral sino para protegerla, ya que en un afán de promoción cultural estos eventos se están convirtiendo en actos folklóricos donde se han dado casos de reemplazo de semillas, generando desconfianza entre los campesinos.

La necesidad de proteger el patrimonio tradicional ha pasado de ser una lucha exclusiva del medio rural a hacerse eco en las ciudades. Las revueltas sociales de 2019 y la paralización del tratado comercial transpacífico conocido como TPP-11 dieron buena muestra de ello. Para la representante de la Asociación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas (ANAMURI), Camila Montesinos, “hay que tener un diálogo permanente para mostrar que la defensa de la agricultura campesina, que permite mantener la semilla, es un problema de la sociedad. La modernización de hoy día está ligada al agronegocio, y éste es la muerte de la agricultura campesina y la ruina de la alimentación de la humanidad”. Por ello, una de sus principales demandas para la primera constitución desde la dictadura de Pinochet que ha empezado a redactarse en Santiago es que la soberanía alimentaria, base de la agricultura tradicional, sea el cimiento de la agricultura chilena.

La pandemia ha sido un factor decisivo en la toma de conciencia ciudadana acerca de la seguridad alimentaria. Órdenes ha notado un cambio significativo en dos frentes: el interés por las semillas y los movimientos de cultura urbana. “La gente se ha dado cuenta de que depender es peligroso. Se sabe que si sube el dólar, el pan va a ser más caro porque el trigo con el que se hace tu pan no se produce en tu país”. Para él, sembrar es sinónimo de autonomía económica y de salud. ¿Y si la huerta no es una opción? “Se puede fomentar la economía local, el comercio más directo que supone unos precios más justos para el agricultor y mucha más variedad y calidad de productos para el consumidor”, apunta. “Esta pandemia no va a ser la única. Los cambios que podamos generar con respecto a nuestra alimentación y calidad de vida son más a largo plazo”, concluye.

Fuente: El País - Planeta Futuro - 1ro de Octubre de 2021 desde Temuco - Chile.

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