Pueblos de los Andes
peruanos que viven como hace más de un siglo se benefician del turismo como
socios de una empresa de aventura.
Hicieron falta más
de 30 asambleas en la pequeña comunidad de Huacahuasi, en pleno Valle Sagrado
peruano, para que aceptaran un refugio de montaña en sus tierras. Desconfiaban
de las intenciones de la empresa Mountain Lodges. Pero con el tiempo, incluso
algunos de los más suspicaces acabaron trabajando en esta especie de hotel
exclusivo enclavado en una de las rutas turísticas más emblemáticas del Perú;
de las más conocidas, aunque, a menudo, de forma muy superficial.
El Valle Sagrado, en
el departamento de Cuzco, fue el corazón del imperio inca, que llegó a abarcar
tierras desde lo que hoy es el sur de Colombia hasta Argentina y Chile. Allí se
construyó el Machu Picchu, el símbolo de esta civilización, maravilla del mundo
y uno de los monumentos más visitados de América Latina. Y, de camino a él,
miles de turistas recorren este entorno montañoso que se llega a elevar a más
de 4.000 metros de altura. O, mejor dicho, transitan por algunos de sus puntos
turísticos. Existe un gran contraste entre los pueblos que, por estar en zona
de paso o próximos a las ruinas más atractivas, se abrieron a los visitantes y
aquellos otros, a no muchos kilómetros, que viven aislados de todo este
ajetreo, con un día a día que no difiere demasiado del que tenían sus
antepasados hace uno o dos siglos.
La comunidad de
Huacahuasi es una de ellas. O era hasta que llegó el refugio de montaña. En
realidad, está a medio camino: no se ha convertido en un punto de paso masivo,
pero comienza a beneficiarse del turismo que llega al valle. Y ese era el
propósito de Mountain Lodges, una empresa que quería ofrecer alternativas a las
comunidades para que participasen de los beneficios del turismo —las hacen
socias y emplean a sus miembros— y aportar algo distinto a quienes recorren las
montañas, más cerca de las costumbres locales y con “confort”, como lo denomina
Felipe Umbert, uno de sus miembros fundadores. Era una mezcla complicada lejos
de los puntos más visitados, donde prácticamente la única opción era la mochila
y la tienda de campaña.
Para lograrlo
ofrecen una alternativa a las vías más comunes que llegan hasta el Machu
Picchu. La más popular es recorrer el camino Inca, un sendero de 43 kilómetros
que servía para comunicar Cuzco con el santuario. Se suele tardar entre tres y
cinco días en completarlo, con paradas en el camino para dormir en tiendas de
campaña. Hay muchas otras opciones, como la del Valle de Lares, parando en
otras ruinas menores hasta llegar hasta Ollantaytambo, donde hay que coger un
tren para alcanzar el pueblo más cercano a la ciudadela: Aguas Calientes. Desde
allí, un autobús deja en las ruinas. Por este entorno, donde viven
desperdigadas en pequeñas comunidades poco más de 7.000 personas, transcurre
uno de los recorridos que propone Mountain Lodges, a lo que añade rutas a pie
por las montañas con paradas en algunas poblaciones para ver de cerca su
cultura, sus tradiciones y gastronomía.
La comunidad de Huacahuasi no se ha convertido en un punto de paso
masivo, pero comienza a beneficiarse del turismo que llega al valle
Aly Ponce de León,
uno de los guías que diseñó las rutas para la empresa, explica que su misión
era hacer un trazado que aportase a los visitantes todo el encanto del Valle
Sagrado, pero evitando los caminos más transitados por los turistas. “No
podemos patentar una ruta, quien quiera podrá hacerla por aquí, pero la que
planteamos se aleja del bullicio”, explica. Lo consiguió. Durante horas se
puede caminar sin ver a nadie entre los glaciares que todavía quedan o bajo los
picos rojizos, el color que se les queda después de que se derritiera el hielo
que tuvieron durante décadas. Eso es hoy demasiado frecuente por la acción del
cambio climático. “Hace 15 años todo esto eran glaciares”, asegura Aly
señalando montañas de estas tonalidades.
Las pocas personas
que se cruzan por el camino son lugareños que viven de la agricultura y la
ganadería en estas tierras, o sus hijos, que con seis siete años ya recorren
los senderos en grupos, con las caras quemadas por el sol andino y pidiendo
alguna chuchería a los extranjeros en el poco castellano que hablan. El idioma
materno de la mayoría de los habitantes del valle es el quechua. En esa lengua,
uno de los caminantes explica al guía que este año no está haciendo suficiente
frío para producir chuño, uno de los alimentos ancestrales que todavía continúa
siendo una de las fuentes principales en la alimentación de los nativos. Es un
derivado de la patata, un tubérculo que en Perú tiene más de 4.000 variedades.
En esta zona es frecuente que un agricultor trabaje con más de 40. Algunas de
ellas, entre junio y julio, se dejan congelándose por las noches y asolándose
durante el día. Conforme se va repitiendo este proceso, la papa se va
deshidratando hasta que, pasados 20 días, llega el momento de prensarlo para
conservarlo durante meses; es comestible incluso años después. Y esto, ni más
ni menos, es el chuño que no están pudiendo lograr por las altas temperaturas
de este año.
En ese recorrido entre picos nevados, otros derretidos y quienes
habitan a sus alrededores, se llega a los refugios de montaña. En el de
Huacahuasi trabaja Juan Castillo, de 26 años, que hoy hace el servicio de
habitaciones. Fue uno de los que votó repetidamente que no quería que la
empresa se asentase en sus tierras. “No confiábamos en ellos, pensábamos que
nos querían engañar”, explica. Antes de eso, se dedicaba principalmente a
cultivar la tierra y a hacer de porteador en el camino inca, algo que le reportaba
“más o menos lo mismo” que el refugio, pero con la desventaja de tener que
salir de casa durante días a una tarea “mucho más dura”. Todos los miembros de
la comunidad que lo desean pueden entrar en los turnos de trabajo del hotel,
tras pasar por una formación básica en hostelería. El choque cultural entre los
turistas que van recorriendo el mundo y los miembros de la comunidad, que en
muchos casos ni siquiera han salido de ella, es inevitable. Y, también, parte
del encanto. Castillo responde a las preguntas del periodista apartando la
mirada con timidez, con un castellano limitado y buscando la complicidad en
quechua de otros compañeros que le rodean, con los que sí ríe mostrando los
remates dorados de su dentadura.
Con esa actitud
después de un par de años trabajando con turistas, no es difícil imaginar cómo
fue el recibimiento a los empresarios. Y eso que llegaron de la mano de la ONG
local Arariwa, que había trabajado durante años en el terreno, para que les
facilitase la toma de contacto. Tras mucho diálogo, lograron convencerlos. De
entrada ya les ofrecían ser propietarios de un 20% del negocio. “Por los
terrenos que aportan les hubiera correspondido entre un 3% y un 4%, pero eso no
sería una verdadera sociedad. Nuestro objetivo es que sean una parte importante
de ella”, asegura Umbert, uno de los fundadores. En 2016, la comunidad recibió
unos 100.000 dólares de beneficios y la idea del empresario es que la cifra se
pueda doblar en unos años. “Esto es varias veces su PIB”, asegura.
Ahora ya hay varias
comunidades vecinas interesadas en que el próximo refugio se asiente en sus
tierras. Pero llegar hasta aquí no fue fácil. Después de las más de 30
asambleas de resultados negativos, llegó por fin el sí. Pero los empresarios
cometieron un error. Querían montar una oficina en la que trabajar mientras se
hacían las obras y, ante la negativa de la comunidad a ofrecérsela, hablaron
con uno de sus miembros para ocupar una parte de su casa a cambio de hacer unas
mejoras, como poner suelo nuevo, llevar agua, luz… Todo un agravio para un
pueblo donde la comunidad lo es todo. Lejos del Estado, las normas son las que
ellos mismos se dan y las decisiones se toman de forma colectiva en asambleas.
Un miembro por separado no puede liderar estas iniciativas sin contar con los
demás. Eso no lo sabían los inversores, pero sí el particular, que tuvo que
someterse a un juicio público en la plaza presidido por un látigo reservado
para dar cumplimiento a la sentencia.
Por los terrenos que aportan les hubiera correspondido entre un 3%
y un 4%, pero eso no sería una verdadera sociedad. Nuestro objetivo es que sean
una parte importante de ella
“En ese foro
público, a pleno sol, estuvimos explicando que no tuvimos mala fe. Conseguimos
ganar su respeto haciéndoles saber que nosotros también respetábamos a ese
grupo de personas, con su gobernanza y sus códigos de conducta. Ambos teníamos
que aprender del otro. Fue una valiosa lección: has de conocer muy bien una
cultura antes de entrar a la acción. Y eso marcó un antes y un después. Ahora
hay una fantástica armonía”, relata el directivo de Mountain Lodges Perú.
Esta idea de
integración con las comunidades locales y de turismo responsable cautivó al Banco
Interamericano de Desarrollo (BID) —que hizo posible este reportaje—. “El
proyecto nos gustó muchísimo por el componente de participación en la comunidad
directamente en el accionariado de los refugios. Colaboramos con la asistencia
técnica del modelo de negocio porque es muy difícil de desarrollar en este
contexto”, explica José Quiñones, oficial de la Corporación Interamericana de
Inversiones (parte del Grupo BID).
Un componente que
interesó particularmente al banco, que además financió el proyecto con siete
millones de dólares, es darle la vuelta a una situación frecuente en entornos
turísticos de este tipo: en lugar de acabar desplazando a las poblaciones, que
a menudo se van porque los precios suben, propician que se queden y le den
calidad al turismo. “El valor del terreno que aportan es bajo, pero mediante su
participación en el accionariado se reconoce una aportación cultural más
abstracta, ese turismo vivencial donde se puede ver a una comunidad que
mantiene sus tradiciones”, argumenta Quiñones.
Con este espíritu,
el visitante puede, por ejemplo, comprobar cómo se cocina una pachamanca, un
plato tradicional en los festejos de la zona. En plena montaña andina,
entierran las carnes de cerdo, pollo y cuy (conejillo de indias) en la tierra,
donde antes se ha prendido una hoguera, para dejarlas cocer junto con papas de
todas clases y aditivos. Francisco Collo, un miembro de la comunidad de Viacha
de 56 años, lo prepara vestido con el traje de gala, el que se pone para bajar
al mercado donde vende los productos de su huerto cada lunes. Antes, este era
su único contacto con gente de fuera de la comunidad. Hoy, atiende a los
turistas que llegan en busca de estos exotismos culinarios a más de 4.000
metros de altura.
Fuente: El Pais (España)
– 10 de Octubre de 2.017
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