sábado, 4 de junio de 2016

Trece abuelas, siete idiomas, cuatro puntos cardinales, una sola paz


Escribe: Cristina Ávila

Finales de octubre de 2012: mientras la prensa mundial se ocupaba desde todos los ángulos posibles de la polémica profecía maya que hablaba de un cambio de era para la humanidad, una pequeña noticia sobre un suicidio masivo del pueblo indígena Guarani–Kaiowá, en la amazonia brasileña, intentaba, sin mucho éxito, ocupar los titulares mediáticos con una dolorosa carta dirigida al gobierno y a quien quisiera escucharlos:

Nosotros, cincuenta hombres, cincuenta mujeres y setenta niños ya vamos, y queremos ser muertos y enterrados junto a nuestros antepasados, aquí mismo, donde estamos hoy. Por eso, pedimos al gobierno y a la justicia federal para no decretar el orden de desalojo, pero solicitamos que decreten nuestra muerte colectiva, y para enterrarnos todos aquí […] en «tekoha» —donde descansan nuestros ancestros—.

Pero no. La desesperada misiva de una comunidad que pide dignidad, y no ser desalojada de su tierra, no obtuvo el efecto deseado. Probablemente, porque hace siglos que el mundo ignora las palabras de los pueblos originales. No. De hecho, actualmente, ni siquiera la ONU guarda informes precisos sobre las tasas de suicidio entre las etnias que habitan el planeta, aunque los datos son alarmantes, o deberían serlo, puesto que van en aumento y, según investigaciones independientes, en prácticamente todos los casos de nativos que atentan contra su propia vida, ya sea en Canadá, Australia, Colombia, México, China o Guatemala, las causas primordiales están directamente relacionadas con las políticas colonialistas y la conmoción social, económica y cultural que de ellas se derivan.

Aunque los informes sobre el tema coinciden en que son los adolescentes y los jóvenes indígenas quienes más problemas encuentran a la hora de enfrentar la realidad de sus comunidades, lo cierto es que los ancianos, esos «antiguos sabios» actualmente relegados, también han sufrido el duro revés de una cultura global que desprecia y excluye a la vejez. Pero, sin lugar a dudas, y con mucha distancia, las mujeres indígenas de todas las edades encarnan, hoy por hoy, lo que podría considerarse el colectivo más marginado del mundo.

La voz de mujer, la voz anciana, la voz

 indígena, lo que el mundo necesita 

escuchar.

De los casi cuatrocientos millones de nativos originales repartidos por el planeta en unas cinco mil etnias, la mitad de la población es femenina; un cincuenta por ciento que dista de ser verdaderamente «la otra mitad», pues ellas viven —y padecen— su día a día exiliadas, en una enmarañada red de discriminaciones y vulnerabilidades sociales, culturales y económicas directamente relacionada con su origen y su sexo. Por eso, las mujeres indígenas, y además ancianas, han sido el grupo más fuertemente desterrado por esta sociedad nuestra, tan patriarcal, y que pugna a toda costa por la juventud y la novedad.

Nosotras las abuelas indígenas hemos venido desde muy lejos para hablar al mundo del conocimiento que guardamos dentro. En muchas lenguas se nos ha dicho que el tiempo de hacer cambios ha llegado… por nuestras familias, por las tierras que amamos, por todos los seres. Nosotras seremos la voz de los sin voz, y podemos crear y mantener la visión de nuestro corazón para difundirla. Somos portadoras de luz. Somos mujeres. Somos sabias. Ya nadie puede dividirnos.

Esta es la voz de Agnes Baker–Pilgrim, nieta del jefe indio George Harney. Ella es la mujer más anciana de los takelma, una tribu que fue casi exterminada en el siglo XIX por los colonos europeos que llegaron al suroeste de Oregon; líder espiritual de su pueblo, es hoy una de las llamadas “guardianas” que ha revivido “La Ceremonia Sagrada del Salmón”, un ancestral ritual indígena para sanar las aguas, y que permaneció en el olvido por más de ciento cincuenta años. Agnes Baker es psicóloga, graduada en Estudios sobre Pueblos Indígenas Americanos, y profesora universitaria pero, ante todo, Agnes es una anciana, una sabia. Una abuela.

Agnes, junto con otras doce mujeres sabias, pertenece desde 2004 al autodenominado “Consejo Internacional de las Trece Abuelas Indígenas”, que se propuso hace más una década la nada fácil tarea de devolver la voz y la dignidad precisamente a esos colectivos más marginados: las mujeres, las indígenas, las ancianas; aunque, en realidad, la misión final de este grupo es mucho más ambiciosa: restituir en la tierra una nueva «era de paz». Para ellas, esta misión es totalmente posible, porque —dicen— «el tiempo de lo femenino ha llegado para todos, para los hombres y las mujeres», y la paz entre los seres humanos, pasa por hacer de nuevo las paces con el planeta… con «nuestra madre tierra».

Tal como me fue contado
Te lo contaré tal como me fue contado, como me lo contaron las abuelas, porque así también les fue contado una vez a ellas:
La abuela Rita Pitka Blumenstein, quien representa al pueblo Yup´ik (de Alaska), nos compartió un momento que vivió cuando tenía nueve años. Hace muchos años, siendo apenas una niña, su propia abuela le dijo: “cuando seas vieja, y tengas el cabello blanco como yo, serás llamada a un grupo de trece abuelas, y para cuando eso suceda, he preparado objetos sagrados que deberás entregarle a cada una. He reunido trece piedras y trece plumas de águilas. Dáselas y toma una para ti. Yo estaré detrás de ustedes, así como todos los ancestros”. A lo largo de estos años, desde que se fundó el Consejo de las Abuelas Indígenas, hemos escuchado muchas historias como esta. Y créeme, cuando las trece abuelas se reúnen, hay una profunda energía que abre un portal de posibilidades en esta nueva era, que ya ha llegado.

La persona que habla, y que mejor conoce la historia de este Consejo por dentro y por fuera es ella, Jyoti, la directora del Centro de Estudios Sagrados, situado en la comunidad de Guerneville, en California, Estados Unidos. Jyoti, en realidad, fue la artífice de lo que hoy se ha convertido en todo un movimiento por la paz en el mundo con voz indígena, con voz de mujer y con la voz de la experiencia de las abuelas. Una sola voz con trece de las representantes de ese colectivo que, históricamente, y hasta hoy, la sociedad había relegado al olvido y la marginación.

Jyoti asegura que, durante años, mucho antes de conocer a las abuelas, escuchaba una voz mientras meditaba; el significado le era desconocido, pero la voz le decía: When the grandmother finally speaks… («Cuando la abuela finalmente hable»…). Esa lejana voz cobró todo su sentido en octubre de 2004, cuando el Centro de Estudios Sagrados convocó, nada más y nada menos que en Nueva York, a dieciséis mujeres indígenas del mundo para una reunión de trabajo a la que, finalmente, solo asistieron trece invitadas. Durante varios días, las mujeres se sentaron en círculo para discutir, «con una visión sagrada», los muchos problemas que aquejan al mundo, al ser humano, y a todos los seres sintientes de la tierra.

Algún día, cuando escribamos correctamente la historia
Profecía o no, lo cierto es que las robustas voces de estas trece mujeres, provenientes de los cuatro puntos cardinales del globo, y de algunos de los lugares probablemente más convulsos y violentos del planeta, encarnan realmente —y de muchas maneras— las preocupaciones de millones de ciudadanos de todos los orígenes, razas, edades y geografías.

Salidas de sus respectivas etnias y tribus, ya sea desde Estados Unidos, Alaska, Nepal, Tíbet, México, América Central, Colombia, Brasil o Gabón, estas trece mujeres sabias, que pertenecen a la minoría entre las minorías, comparten sin embargo las mismas preocupaciones que hoy tenemos las mayorías. Lo que las hace diferentes es su visión sobre lo que es —o debe ser— la paz, y sus acciones en contra de la guerra y la devastación.

Cuando nos conocimos, las abuelas compartimos nuestras historias personales. Ahí, desde la primera vez, nos dimos cuenta de que, siendo aparentemente diferentes, todas nuestras inquietudes eran idénticas. Todas nosotras, viniendo de tantas partes lejanas, teníamos las mismas búsquedas: el bienestar de nuestros pueblos, la preservación de los territorios y las costumbres indígenas, el respeto a los derechos humanos y de las mujeres, el cuidado de la naturaleza […] eso solo significa que estamos de verdad conectadas […] Yo llevo en este camino desde que tenía catorce años. Muchos ancianos, hombres y mujeres, me acogieron y compartieron sus enseñanzas conmigo, y uno de ellos alguna vez me dijo: «mira a tu alrededor, Mona… el cambio ya está ocurriendo… solo presta atención». Y he procurado hacerlo toda mi vida.

La abuela Mona Polacca, otra de las integrantes del Consejo de las Trece, está doctorada en Justicia e Investigación Social y es miembro de las Tribus del Río Colorado. Lleva más de treinta años trabajando con las enseñanzas de sus ancestros para paliar así la frustración, la violencia, las adicciones y el alcoholismo rampante que viven muchos de los jóvenes de su comunidad. Es una sanadora anciana, por cuya venas corre sangre del pueblo del agua azul y verde, los havasupai, y también de «la gente fuerte», los guerreros, los protectores, los hopi–tewa, del norte de Arizona. Su apellido, Polacca, significa mariposa: el símbolo que habla de la transformación espiritual del ser humano. Con el resto del Consejo de Ancianas Indígenas, ella comparte la opinión de que el agua del planeta es un tema fundamental en nuestros días si es que queremos curar al mundo, si es que queremos parar las guerras, las actuales y las futuras.

Dos de nuestras abuelas practican el culto de la danza del sol y la pipa sagrada; son de la iglesia nativo–americana. Hay una budista tibetana (Tsering). Está la abuela Aama, de Nepal, que es chamana, y Julieta, de México, que usa los hongos sagrados. La abuela Bernadette, que viene de Gabón, usa la raíz medicinal del iboga, mientras que Maria Alice «Lizzie», que vive en el Amazonas, es del culto de Santo Daime, y usa la ayahuasca, junto con otra abuela que también vive allá, pero que es japonesa, Clara Shinobu Iura. Margaret, que es de Montana, de la tribu Cheyenne, también pertenece a la iglesia nativo–americana. La abuela Agnes, de Oregon, trabaja con plumas de águila y oraciones. Rita Blumenstein usa hierbas, es sanadora tradicional, manipula el cuerpo y recoloca huesos, igual que la abuela maya de Nicaragua, Flor de Mayo, que emplea formas de oración, aromas y plantas y, finalmente, yo misma, que rezo con agua, con tabaco, nuestra planta sagrada… —afirma la abuela “mariposa”, Mona Polacca—. Yo no me considero a mí misma sanadora, sino simplemente, facilitadora.

Sanar las aguas envenenadas y enfermas de la tierra, restituir el poder a las plantas sagradas, muchas de las cuales —como la marihuana, la ayahuasca, la hoja de coca, el peyote o la iboga— han sido prohibidas y criminalizadas, detener la explotación indiscriminada de los recursos, detener las constantes heridas que hacemos al planeta con la extracción minera, devolver la dignidad a los pueblos indígenas —reconociéndoles su sabiduría y valor—, respetar el derecho a la vida de todos los seres, sean humanos o animales, vegetales o minerales; empoderar a las mujeres y reintegrarlas al destino del mundo, con la parte que les corresponde, como “hacedoras de humanidad”… de esto —y más— se habla en las reuniones que las abuelas indígenas celebran en Consejo, cada seis meses, donde se mezclan las voces de la experiencia y la esperanza.

Se trata nada más y nada menos que de recuperar el rostro femenino en los quehaceres culturales, políticos y económicos de la actualidad; esta es, sin duda, una tarea gigante, pero no es para nada descabellada si reconocemos que alguna vez en la historia de la humanidad, durante una era prácticamente borrada por los historiadores oficiales, efectivamente existió una cultura global, totalmente centrada en el culto a laMagna Dea o la Magna Mater, cuyas sociedades matrilineales eran pacíficas e igualitarias, pues en ellas se aceptaba que el planeta entero —la Madre Tierra— era la gran diosa, dadora de vida, y cuya infinidad de facetas incluía, por supuesto, el proceso regenerador de la muerte. Ese al que tanto tememos hoy.

De acuerdo con el ensayo “De diosas, brujas y sabias”, en el que Noé Costas compila diversas investigaciones sobre el tema:

La mujer siempre cumplió una función de promotora de la evolución. Fue ella quien descubrió la agricultura, la artesanía, la cerámica, las hierbas medicinales[…] El protagonismo de «la diosa» se extendió desde la noche de los tiempos, hace unos treinta mil años, y el reinado del principio femenino presidió la religiosidad humana hasta hace menos de dos mil años[…] La civilización de la diosa floreció en diversas partes del mundo como un prototipo de sociedad pacífica que no construía armas, no hacía la guerra y se dedicaba a la agricultura, el arte, el comercio y la religión, y en la que, según los ritos funerarios encontrados, no había una jerarquización de los géneros: mujeres y varones se percibían a sí mismos como hijos de una gran diosa–madre.


El retorno a lo sagrado y la feminización de la paz
Relativizando la historia, con sus tiempos y sus omisiones, lo cierto es que la mujer ya presidió alguna vez el destino del mundo, ejerciendo un poder que tenía —y mantenía— la vida como referente. Entonces, quizá por una vez, podríamos intentar “repetir la historia”, esta vez con un rumbo positivo.

Como dice la abuela Mona: “lo que hacemos las abuelas no lo hacemos solo por las mujeres, o solo por los indígenas, lo hacemos por todos los seres que habitan hoy este planeta, y para las próximas siete generaciones”.

Cada una de las ancianas que conforman el Consejo de las Trece Abuelas Indígenas, ronda o sobrepasa los noventa años. Cuando se reúnen, se sientan en círculo y, evocando un pasado sagrado, buscan soluciones para devolver al mundo “una era de paz”. Soluciones sencillas para temas complicados; porque así es, así ha sido la vida para estas mujeres.

Y en ese círculo de trece se hablan siete idiomas diferentes con una sola sabiduría ancestral. De hecho, a ellas les gusta decir que, juntando sus edades, pueden sumarse más de mil años de experiencia, venidos desde los cuatro puntos cardinales del planeta, y reunidos por una causa común: regresar a lo sagrado para hacer las paces con la Madre Tierra.

Y es verdad que algo de milenario emana de este peculiar grupo de mujeres que busca la paz en el mundo. Trece y siete han sido —desde tiempos inmemoriales— números íntimamente ligados a “lo femenino”: prácticamente todas las cosmogonías antiguas se rigieron por calendarios que seguían en el cielo las trece lunaciones de un año; y entre el pueblo sami, por ejemplo —que hoy se extiende por Finlandia, Noruega, Rusia y Suecia—, existe la creencia de que cada ser humano es la parte visible de una cadena que abarca las siete generaciones que nos precedieron y que, por ello, nuestras acciones afectarán —como mínimo— a las siete generaciones que nos sucederán.

Tal vez por esta causa —su respeto al pasado y su reverencia al futuro— es que las líderes del Enlace Continental de Mujeres Indígenas de las Américas (ECMIA), otra organización de mujeres indígenas, pidió a la Asamblea General de las Naciones Unidas que fuera precisamente una sami quien las representara en la Conferencia Mundial sobre Pueblos Indígenas realizada en 2014. También asistió el Consejo de las Trece Abuelas, porque tal vez mejor que nadie, los indígenas del mundo saben que para hacer frente a la devastadora visión colonialista de la guerra y la economía es urgente y necesaria una “feminización de la paz”.

De acuerdo con The Woman Stats Project, organismo que presenta actualmente el más extenso y detallado mapamundi de la situación global de las mujeres, solo el 1% de la tierra tiene como propietaria a una mujer. En promedio, las mujeres ganan entre 20 y 30% menos que los hombres. 85 millones de niñas no asisten a la escuela, y casi el 70% de los analfabetos del mundo tiene nombre de mujer. Uno de los más escalofriantes mapas de esta iniciativa —hecha también por mujeres— es el atlas que describe los asesinatos femeninos, o feminicidios, y la cifra que revela este estudio es desoladora: alrededor de 76000 mujeres y niñas son asesinadas cada año, es decir que, diariamente, a unas 200 dadoras de vida, la suya les es arrebatada de forma violenta por la cultura machista.

La cuestión, entonces, no reside ya en saber si en el pasado se ha escrito (o se ha omitido) la verdadera historia del poder femenino… lo realmente importante hoy es preguntarse si es posible para la humanidad continuar escribiendo nuestra historia sin las mujeres… o si podemos continuar —y hasta dónde— con esta escalada que sistemáticamente insiste en matar a quien da vida.

De esto se trata el mensaje de las Trece Abuelas Indígenas, cuya voz, antigua y actual, parece intentar traernos de regreso a un pasado sagrado… a los tiempos en que se honraba a la mujer como la máxima representante de la Madre Tierra.

Sanar los mundos invisibles: el resurgir de un paradigma
Realmente, los pueblos indígenas ven el mundo diferente a como lo vemos nosotros: ellos tienen una relación distinta con el tiempo y la naturaleza… o quizá más bien es que ellos saben cómo ver más allá de lo que parece evidente para nuestra ajetreada cultura actual […]. Hoy, nuestra ciencia moderna apenas comienza a descubrir que todo en el universo está interconectado, pero ese conocimiento es en verdad antiguo […]. Yo aprendí mucho de la vida trabajando con las abuelas, porque yo no era una persona que rezara, pero estando ahí pude comprobar el poder de la oración o, si prefieres, de la atención focalizada […]; realmente centrando nuestro pensamiento es posible cambiar eso que llamamos materia […]. De verdad, yo no creía en eso, pero hay muchas investigaciones que han comprobado que el pensamiento dirigido puede transformar una realidad consensuada.

Como todas las demás involucradas en el proyecto, Carole Hart también es una abuela; de hecho, una abuela bastante conocida en el mundo de la televisión estadounidense; fue una de las primeras guionistas de la serie infantil Sesame Street (Plaza o Barrio Sésamo, en español); y su carrera profesional atesora varios premios internacionales en el mundo del entretenimiento. Fueron Carole y su fallecido esposo, Bruce Hart, quienes hicieron posible —filmando y produciendo— el documentalPor las próximas siete generaciones, que cuenta la historia del Consejo de las Trece Abuelas Indígenas. La distribución y exhibición de este material, como casi todo lo que hace el Consejo, se hace de forma peculiar y personalizada.

Carole, que venció un peligroso cáncer gracias a las llamadas «terapias alternativas», renunciando a la quimioterapia y entregándose a los procedimientos que ofrecían en las Mystery Schools, o Escuelas del Misterio, decidió que filmar el camino de las Abuelas Indígenas era una de las maneras de retribuir a la medicina ancestral la renovación de su pacto con la vida.

Pero la cultura de hoy, la que mata constantemente la vida —tantas veces en nombre de la religión—, la que se ríe de la espiritualidad y la intuición femenina, suele despreciar estas prácticas, y no pocas veces las califica de supersticiones y charlatanerías. Sin embargo, las Trece Abuelas Indígenas son antiguas y modernas a la vez: hacen oración, pero creen en el activismo; hacen activismo, pero creen en la oración. Y conocen perfectamente la situación de deterioro del planeta, porque la viven en carne propia; por eso, gran parte de sus esfuerzos en el mundo visible y en los territorios de lo invisible están centrados en sanar las aguas de la Tierra. Al respecto, dice Ann Rosencranz, otra de las embajadoras del Consejo:

Las abuelas actúan desde el amor porque saben lo que significa ser Madre. No juzgan, a pesar de que ellas y todas las mujeres y todos los pueblos indígenas han sido duramente juzgados y condenados por la historia. Su comprensión les permite saber que no verán el fruto de la semilla que ahora están plantando, pero confían en que los jóvenes de ahora, los que sienten que esto no funciona más, los que están despertando, puedan encontrarse con el fruto de esta semilla y hacerlo crecer… Y cuando mujeres de más de noventa años tienen esperanza y visión es porque algo está sucediendo más allá de nuestro entendimiento normal. Para ellas, es importante caminar sus palabras, actuar bien sin pensar en lo que sucederá mañana […]; ahora ya hay muchos jóvenes, hombres y mujeres, indígenas y no indígenas, que se están convirtiendo en embajadores del mensaje de las Trece Abuelas, y eso es un gran paso.

El día de las brujas y una resolución internacional
Aun con sus avanzadas edades, los guerreros cuerpos de estas mujeres han recorrido varias veces el globo con su pacífico mensaje. Una vez ya las recibió el Dalai Lama, y una vez ya las rechazó el Vaticano. La ONU las ha nombrado Mujeres de Paz. Y aún su periplo parece interminable…

Por fortuna para el mundo, ellas no son las únicas. Ni en la historia pasada ni en la historia reciente. A mediados de los años noventa, unas trescientas organizaciones de mujeres colombianas, incluidas indígenas, afrocolombianas, campesinas y trabajadoras urbanas, conformaron la llamada «Ruta Pacífica de las Mujeres», cuyas miles y miles de integrantes decidieron que era hora de usar a favor del mundo su mayor poder: el poder de dar vida, o bien… de negarla. Dejar de parir, para así detener la guerra. En sus campañas pueden leerse estas consignas:

Las mujeres no parimos ni forjamos hijos e hijas para la guerra. / Es mejor ser con miedo que dejar de ser por miedo. / Las mujeres paz haremos, movilizándonos contra la guerra. / Mujeres en ruta por la vida, el desarrollo, la equidad y la paz. / Que de nuestros vientres y manos no brote ni un hijo, ni una semilla más para la guerra. Todo para la vida. / Que regresen a la tierra la vida y la muerte como hechos naturales. / Soy mujer, soy civil y estoy contra la guerra. / Por un hogar, un país y un planeta libre de miedos y de violencias. / Las mujeres no queremos ni guerra que nos mate, ni paz que nos oprima. / Con aguja, hilo y telar, nosotros tejeremos con fuerza y empuje un mundo de paz.

También en México nacía, en 2013, la Red Nacional de Mujeres Indígenas, denominada Tejiendo Derechos por la Madre Tierra y Territorio (RENAMITT), una red creada y dirigida por mujeres de los diferentes pueblos originales que habitan este país, y cuyas activistas han decidido recuperar el poder de los saberes ancestrales y reivindicar su cosmovisión indígena, que concibe a los seres humanos como parte de la tierra, y no a la tierra como propiedad para ser explotada por las personas.

En las cuatro esquinas del mundo parece que el ejemplo empieza a cundir y que las mujeres regeneran su poder y reescriben su historia buscando que el mundo todo, el masculino y el femenino, enderecen la suya propia y se reconcilie con la Tierra y todos sus habitantes.

La misma ONU ha incorporado este esfuerzo de paz con rostro femenino. El 31 de octubre del año 2000, al inicio de un nuevo milenio, y precisamente el día en que las antiguas religiones paganas que rendían culto a la Diosa–Madre celebraban la llegada del Año Nuevo, -y que hoy se conoce como el día de las brujas- los países integrantes de la ONU aprobaron por unanimidad la Resolución 1325. En este documento se reconoce “oficialmente” que las mujeres juegan un papel clave en la construcción de la paz, y se hace un llamado a los países miembros para que incorporen, cada vez más, una perspectiva de género en los procesos locales, nacionales e internacionales de pacificación…. Sin embargo, para los antiguos, este no es un asunto nuevo, como dice el inca Qhapaq Amaru:
Los pueblos nativos veneraban a sus mujeres. Las consideraban mágicas, generadoras de vida […]. Dentro de ellas se encuentran los poderes del amor y de la fuerza dada por la Tierra. Cuando todo el mundo se da por vencido, son las mujeres las que cantan las canciones de la valentía. Son la columna vertebral para las personas. Así que a nuestras mujeres les decimos: canten sus canciones de resistencia. Oren con sus poderes especiales. Mantengan a nuestra gente fuerte.

Y tal vez será que después de todo, las durante siglos tan perseguidas y denostadas “viejas brujas” tengan mucho que decirnos sobre todos aquellos valores pacíficos que son invisibles e intangibles, aunque también transformadores y totalmente posibles.

La veterana escritora tibetana, Jean Shinoda Bolen (autora de Las diosas de cada mujer) describe en su libro Las brujas no se quejan, precisamente, trece cualidades positivas de las mujeres ancianas, a quienes considera como un poder arquetípico que todos, hombres y mujeres, poseemos:
Ser anciana significa comprender que lo pequeño deviene grande, y que hay cosas que pueden florecer o dar fruto, justo antes de morir. Así es el círculo de la vida.

Esta es precisamente la misión del Consejo de las Trece Abuelas Indígenas, que emerge desde la pequeñez de su olvidado colectivo para hablar, con voz ancestral, de la posibilidad futura de una “era de paz”. Muchas de estas mujeres pronto volverán al seno de la Madre Tierra, pero, en la medida en que sepamos escuchar su mensaje, las próximas generaciones vivirán.

Como dice la escritora española Paloma Sánchez–Garnica, que ahora se estrena en esa experiencia: Convertirse en abuela es lo mejor de ser madre. En mis manos sostengo el futuro. Con asombro contemplo, en este nuevo ser, mi propia inmortalidad.

Fuente: United Explanations

Cristina Ávila : Especializada en el llamado “Periodismo de Paz”, que aborda los conflictos sociales desde una perspectiva periodística con enfoque en la compasión, la solución pacífica y la esperanza. Convencida de que un nuevo paradigma periodístico es posible, es la creadora del medio digital ‘Corresponsal de Paz’, que dirige desde 2009.

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