Escribe: Julio Alejo Gómez (Periodista, profesor de Historia y
miembro de la Junta de Estudios Históricos de Misiones).
Fundada por los jesuitas José Cataldino y Simón Masseta en
1610, luego de las transmigraciones impuestas por los ataques bandeirantes, la
reducción de Loreto se asentó definitivamente en 1686.
Populosa para la época, alcanzó los seis mil habitantes y llegó
a contar con barrios bien diferenciados, denominados Pirapó, Los Ángeles,
Encarnación y San Javier.
Sus vecinos se disputaban cristianamente y a veces no tanto, la
organización de las principales festividades religiosas, ocasiones en que junto
a los curas se lucían caciques como Marcos Tacuarí, Bartolomé Pará, Nicolás
Moroatá o José Ariapú.
Como en cada una de las reducciones guaraníes, también en
Loreto el edificio de la iglesia dominaba toda la misión. Levantada por el
hermano arquitecto José Brasanelli, quien además dirigió la construcción de los
templos de Santa Ana, San Ignacio y San Javier, la majestuosa catedral de
Loreto de 75 varas de largo por 30 de ancho (vara =0, 84 metros) constaba de
tres naves, paredes de piedra, techo de madera cubierto de tejas, un altar
mayor adornado con diez hermosas estatuas y otros cuatro retablos laterales con
imágenes. Sobre la puerta principal una estatua de Nuestra Señora.
Fue entre sus muros donde el padre Claudio Ruyer ofició la misa
de acción de gracias y trazó la estrategia que derivó en la gran Victoria de
Mbororé. Sus campanas doblaron a triunfo en aquellos heroicos días de la Semana
Santa de 1641. Fue entonces, que los guaraníes tallaron en madera una imagen de
la Virgen María, e iniciaron su adoración bajo la advocación de "Nuestra
Señora de Mbororé".
Pero Loreto encierra dos historias excepcionales. Allí se
construyó y funcionó la primera imprenta del Río de la Plata, y además, bajo
los bloques de asperón rojo derrumbados por el tiempo, descansan los restos de
un insigne y devoto varón, el padre Antonio Ruiz de Montoya.
La imprenta
Con recortes de hierros viejos nuevamente trabajados, madera
del monte misionero y gracias a una aleación de plomo y estaño, los jesuitas
Juan Bautista Neumann y José Serrano diseñaron un prensa que permitió, en el
año 1700, la edición del primer libro impreso en estas latitudes: "El
Martirologio Romano".
Cinco años más tarde apareció una segunda obra. "De la diferencia entre lo temporal y lo eterno", del padre Juan Eusebio Nieremberg. Con ilustraciones realizadas por un artista aborigen, el maestro Juan Yaparí, sus 67 viñetas xilografiadas casi en su totalidad, y las 43 láminas, son demostrativas de una labor artesanal y hasta primorosa de jesuitas y guaraníes.
De la diferencia de lo temporal y lo eterno. Por Juan Yaparí |
Nacido en la Lima de los incas y los virreyes en 1582, Antonio
Ruiz de Montoya encauzó su vocación religiosa ingresando a la Orden de Jesús y
brindándose de lleno a la evangelización.
Ya como cura de la reducción de Loreto, en 1621 fue testigo de la crueldad de los bandeirantes paulistas, que en busca de mano de obra esclava, mataban y secuestraban a los aborígenes impunemente.
Devenido en una suerte de Moisés sudamericano, el padre Montoya
condujo en 1631 el gran éxodo de más de 12 mil indígenas hacia las márgenes del
arroyo Yabebirí para escapar de los mamelucos. Como superior general de las
Reducciones del Paraná y Uruguay, su apostolado lo llevó ante el mismísimo rey
de España, a quién relató las crueldades de los bandeirantes y de quien obtuvo
la autorización para armar a las reducciones en su defensa. Escritor, a su
"Conquista Espiritual", se suman varios "Memoriales" y el
"Vocabulario de la lengua guaraní", éstos dos últimos impresos en la
misión de Santa María la Mayor.
Según el historiador jesuita Guillermo Furlong, “en 1651 hallándose en Lima a su regreso de España, terminó Ruiz de Montoya se heroica vida, pero los indios que tanto lo apreciaban y admiraban, fueron hasta la capital peruana, exigieron la entrega de sus mortales despojos y los condujeron hasta Loreto, donde los sepultaron”.
Antonio Ruíz de Montoya |
Sólo el silencio impera hoy en los solitarios rincones de
piedra que otrora fueran templos, talleres, colegios y hogares llenos de
murmullos nativos y cristianas letanías.
Pero, acaso ese sobrecogedor silencio sea, junto con las piedras,
el mayor homenaje - en el arranque de un nuevo siglo- a ese devoto varón que,
desde su eterno descanso, santifica la roja tierra misionera.
Fuente: Diario el Territorio (Posadas) – 18 de Noviembre de
2.010
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