viernes, 10 de abril de 2020

Territorios



En el descubrimiento del territorio que ocupamos, sólo cuentan nuestros sueños originales.

Italo Calvino inventó cincuenta y cinco ciudades invisibles con nombre de mujer, en los vastos dominios de Kublai Kan. El emperador de los tártaros escuchó el relato del viajero Marco Polo sobre los pueblos de la memoria, el deseo y los signos. Las comarcas sutiles. De los intercambios, los ojos, los nombres, los muertos y el cielo. Continuas y escondidas. Reales o imaginarias. Sus propios sueños anclados en la Venecia de la que partió en busca del camino de la seda.

Platón inventó la Atlántida, una isla en medio del océano, creada de la unión entre Poseidón y la mortal Cleito, de la que nacieron cinco pares de gemelos varones de linaje real. Tan rica y tan grande como Libia y Asia juntas. El sitio en que los griegos de Atenas y un pueblo desconocido que vivía más allá de las columnas de Hércules libraron una guerra. Una civilización no tan lejana y el breve período de un imperio, transitando el destino final de los hombres.

Miguel de Cervantes Saavedra inventó hace cuatro siglos un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiso acordarse, a treintaiún kilómetros en verano y veintidós en invierno, a lomo de burro, en el entorno del Campo de Montiel. Durante ocho días Alonso Quijano buscó como nombrarse a sí mismo y, al cabo, el Caballero de la Triste Figura, el Caballero de los Leones, vino a llamarse Don Quijote de la Mancha, para declarar vivo su linaje y honrar a su patria.

Tomás Moro inventó Amaurota, inspirado en el itinerario marítimo de Américo Vespucio alrededor del planeta. Una pequeña metrópoli en la isla de Utopía, hasta donde llegó Rafael Hitlodeo en la búsqueda de una sociedad sin muros, sin propiedad privada, ni ejércitos, muy diferente a las de la Europa medieval, muy distinta a las de nuestros días.

William Faulkner inventó la tierra divina de Yoknapatawha, agua que fluye lentamente sobre la pradera, un condado al noroeste de Mississippi de seis mil doscientos kilómetros cuadrados, flanqueado al sur por el río del mismo nombre, y al norte por el Tallahatchie, con la mitad de su territorio cubierto por bosques de pinos. En el lugar en que Lena Grove dio a la luz a su hijo, para luego emprender la búsqueda del hombre que la dejó embazada. Con la luz de agosto brillante en un mundo lleno de horrores.

Alejo Carpentier inventó Santa Mónica de los Venados, una ciudad separada del mundo, fundada en medio de la selva amazónica por El Adelantado, a la que sólo es posible llegar remontando el río Orinoco atravesando tormentas. Un viaje a través del tiempo. Un signo grabado en la corteza de un árbol, en el lugar en que se separan las aguas, una densa vegetación después de navegar un estrecho corredor, la puerta de entrada a un universo primitivo donde los días ya no cuentan. Y el cielo es único como en el Paraíso.

Juan Rulfo inventó Comala, el origen geográfico de la desgracia de Juan Preciado, un poblado de murmullos y voces gastadas, de ecos del pasado, de fantasmas y sombras. Un pueblo muerto en el que sólo habitaban ánimas, las uvas se negaban muriendo sin fruto, y los naranjos tenían el sabor agrio de la amargura. Donde murió Pedro Páramo, solo, sentado en el equipal, desmoronándose como un montón de piedras.

Gabriel García Márquez inventó Macondo, el poblado que fundó José Arcadio Buendía a orillas de un torrente, cuando describió el viaje iniciático que hizo con su madre de vuelta a Aracataca, su pueblo natal. El lugar donde muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Y Macondo se convirtió en el universo latinoamericano.

Juan Carlos Onetti inventó Santa María, a mitad de camino entre Buenos Aires y Montevideo, un paisaje provinciano recostado sobre un río por el que llegaba la balsa. Una colonia de labradores suizos, con una hilera de chalets del otro lado de las vías. Un infinito azul, sobre una iglesia de ladrillos en una plaza desierta.

Jorge Luis Borges inventó la fundación mítica de Buenos Aires lejos del Riachuelo, de los embelecos fraguados en la Boca, en la manzana pareja de Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga, que aún persiste en Palermo. Así, como imaginó Tlön, el punto donde generaciones enteras elaboraron una Enciclopedia que recoge todos los hallazgos sobre un universo idealista.

En una ciudad portuaria frente al Mediterráneo, que podría ser otra, de cualquier tiempo y latitud, oscura y monótona, pero de ritmo frenético, en la que todos sus habitantes sólo piensan en acumular fortuna, Albert Camus, creyendo contar la historia de un pueblo fundado hace once siglos por comerciantes musulmanes, relató un presente eterno:

“… esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.”

Esta geografía que habitamos seres de carne y hueso que deambulamos entre cuerpos fantasmas con el rostro cubierto por máscaras, como el zapallo de Macedonio Fernández, nunca termina de crecer. Y se hace cosmos. En el descubrimiento del territorio que ocupamos, sólo cuentan nuestros sueños originales. Nuestra patria no es el infierno. Acaso la revelación de otro suelo y otro cielo.

Miguel Nuñez

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