viernes, 21 de octubre de 2016

Desafíos de representar al “otro” en la literatura


Escrito: María Rosa Lojo

Los Pueblos Indígenas de América Latina, siglos XIX y XX” fue el título del II Congreso Internacional (20 al 24 de setiembre de 2016) celebrado en la Universidad Nacional de La Pampa. Un encuentro semejante parecía sencillamente inconcebible hace casi veinticinco años, cuando estaba escribiendo mi novela La pasión de los nómades y me propuse rehacer el itinerario trazado por Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles (1870). Fuera de algunos especialistas, escritores y topónimos, la historia indígena de ese territorio y las batallas que se libraron sobre él se habían convertido, para los lugareños, en una fábula remota. El olvido, o la irrealidad del pasado, seguían expulsando paradójicamente a los nativos, no solo de sus espacios ancestrales, sino del lugar que hubiera debido corresponderles en el imaginario nacional.

Aunque los pueblos aborígenes intervinieron activamente en la política criolla, no solo en las guerras de la Independencia sino en las guerras civiles, no se los consideró como sujetos históricos y políticos también decisivos para la construcción de la Argentina tal como es hoy. Antes bien, su imagen fue sometida, de diversas maneras, a procesos de deshumanización, deshistorización y despolitización.

Los indios habían sido declarados hombres libres e iguales a los blancos por los primeros gobiernos durante el proceso independentista, así como eximidos de tributos y de servidumbre; incluso se llegó a pensar en una monarquía indoamericana, pero seguirían siendo, no obstante, “los otros” para el incipiente Estado nacional. La Constitución de 1819, a pesar de insistir en la “igualdad”, descontaba, sin embargo, que había dos mundos: uno “exterior” y otro “interior”, en tanto establecía que el Congreso debía “proveer a la seguridad de las fronteras, conservar el trato pacífico con los indios y promover la conversión de ellos al catolicismo”.

Nuestra literatura canónica decimonónica, a diferencia de otras naciones hispanoamericanas, no es indigenista. Antes bien, relega decididamente al “salvaje” al ámbito siempre externo de una intemperie amenazante y ominosa. Tanto para Esteban Echeverría, con su poema La cautiva (1837), como para José Hernández con su Martín Fierro (1872 y 1879) ese “salvaje”, alejado de la cabal humanidad, es más bien identificado con las alimañas malignas o con la furia de los elementos naturales.

El primer giro significativo de estas imágenes en los textos literarios ocurre en algunas obras no incorporadas al canon nacional. En las dos novelas tituladas Lucía Miranda , de Rosa Guerra y de Eduarda Mansilla, se reescribe el episodio de la supuesta primera cautiva blanca inscrito en la crónica La Argentina manuscrita (circa 1612) de Ruy Díaz de Guzmán. Ambas se publican en 1860, un año clave para el país, de crecientes tensiones entre Buenos Aires y las provincias, entre los aborígenes de la Pampa central y los gobiernos criollos. Tanto en la obra más erudita de Mansilla, asentada en lecturas históricas, como en la breve narración sentimental de Guerra, los indígenas son sujetos sociales y culturales que se ajustan a normas y valores y profesan creencias (algunas no incompatibles con las cristianas). La Naturaleza no se ve como desierto inhóspito, sino como un espacio habitable y acogedor para la nueva sociedad interétnica que surgirá desde la pareja integrada por Anté (una joven guaraní) y Alejo (un soldado español) en la novela de Eduarda Mansilla, primera en reconocer el mestizaje fundacional. Los novios, que escapan al incendio del fuerte Sancti Spiritu, no quedan desamparados en la intemperie cruel. Por el contrario, la “inmensidad de la Pampa” les brindará “un refugio para su amor”.

Supervivencia, indígenas del norte argentina hacia el año 1.900
Lucio V. Mansilla, hermano de Eduarda, sí se colocaría finalmente en un centro canónico literario con su famoso relato de viaje a las tolderías del cacique ranquel Mariano Rosas. Su fuerza testimonial de primera mano busca desbaratar muchos prejuicios de la sociedad blanca sobre los aborígenes y su entorno. Lucio V. muestra que el “desierto” no es tan desierto, ni en el sentido demográfico ni en el geográfico y climatológico, y que sus moradores conocen la clemencia y la solidaridad. Los indios son argentinos y los criollos también son indios. Y si esto es así, recuerda Mansilla en su discurso ante el parlamento de caciques (como lo repetirá en otro registro para sus lectores cristianos, dentro del mismo libro), es porque los primeros españoles (a quienes llama “gringos”) llegaron solos a Buenos Aires y (sic en el original) “les quitaron sus mujeres a los indios, tuvieron hijos con ellas, y es por eso que les he dicho que todos los que han nacido en esta tierra son indios, no gringos”. La descripción invierte el mito de origen propuesto por Ruy Díaz de Guzmán, donde sólo hay una cautiva tomada por la fuerza: la mujer española. Por otro lado, pone en claro que la hibridación biológica y cultural continúa en la porosa sociedad de la frontera y dentro de las mismas tolderías, donde convivían aborígenes, gauchos renegados y perseguidos, extranjeros y cautivas.

Después de la Campaña al Desierto liderada por Julio A. Roca, este mundo entreverado, denso, plural, parece evaporarse bajo la pantalla de una Argentina que marcha guiada por las “ideas-fuerza” de la Civilización y el Progreso. Más allá del exterminio físico que también trajo la guerra ofensiva con sus secuelas, se dispara un prolongado proceso de desaparición simbólica. Los sobrevivientes derrotados deben renunciar a su peculiaridad lingüística y su cosmovisión para asimilarse a una sociedad que busca la homogeneidad bajo otros moldes; así, preferirán ignorar u ocultar, de manera vergonzante, sus raíces etnoculturales. La des-memoria, la “identidad enmascarada” (Isabel Hernández), son sus consecuencias. No era extraño que, todavía en 1992, el encargado de la estancia donde persistían los restos de la laguna de Leubucó dudara seriamente (así consta en La pasión de los nómades ) de que en aquellos campos (¡centro neurálgico del poder ranquel!) hubieran vivido de verdad los indios.

Pero en los años 80 y sobre todo 90 del siglo XX, comienza un ya irreversible movimiento de anámnesis, de reconocimiento y recuperación de esas huellas identitarias sumergidas. Sus frutos están hoy a la vista en lenguas que se estudian y se hablan, en un patrimonio cultural que se actualiza, en monumentos que honran la condición humana (como el que cobija los restos por fin dignamente sepultados de Mariano Rosas, antes solo un cráneo o un trofeo en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata). Y por supuesto, en la historiografía y en la ficción que dialoga con la Historia, permitiendo que “los otros” vuelvan a tomar la palabra dentro de nosotros mismos.

El encuentro contó con más de mil asistentes de la Argentina y el extranjero, noventa y siete simposios internos, cuatro conferencias (magistrales y especiales), presentaciones de libros, talleres, mesas redondas y actividades culturales complementarias, desde muestras fotográficas y audiovisuales, hasta demostraciones lúdicas y gastronómicas. Buena parte de esta riquísima oferta tuvo como protagonistas a nuestros propios pueblos aborígenes, saldando así, en este Bicentenario de nuestra Declaración de Independencia, de manera pública y multitudinaria y a través de una institución académica nacional, parte de la deuda que la memoria argentina tiene para con ellos.
Resumen de la conferencia especial dictada en el II Congreso Internacional “Los Pueblos Indígenas de América Latina, siglos XIX y XX” realizado en La Pampa (Argentina).

Fuente: Ñ Revista de Cultura del Diario Clarín (Buenos Aires) – Jueves 20 de Octubre de 2.016


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