jueves, 25 de diciembre de 2014

Leyenda del Cerro Chaltén – Tehuelches/Aónikenk


Chaltén es el nombre con que los tehuelches denominan al también llamado Cerro Fitz Roy. En la lengua aonikenk, quiere decir montaña que echa humo, ya que los habitantes originarios, al igual que muchos de los primeros exploradores, lo suponían un volcán.

El Cerro El Chaltén “simboliza lo más preciado de las tradiciones aónikenk del pueblo Chónek.”

Creados por Kóoch (Dios), vivían en estado salvaje, luchando mano a mano con las fieras, para procurarse el sustento y abrigándose en grutas. Un niño excepcional llamado Elal, que no era de su raza, es salvado de las garras de un gigante merced a la oportuna intervención del cisne (Kóokn) quien, en vuelo sin etapas, lo traslada de la isla donde había nacido a las yermas tierras patagónicas, depositándolo en la cima de la más hermosa e imponente cumbre patagónica: Chaltén. Pasa allí tres días, alimentado y protegido solícitamente por las aves que lo habían acompañado.

Librado luego a sus propios medios, tiene que luchar con tres enemigos que le acechaban para quitarle la vida: el frío, la nieve y el viento. Se defiende del primero golpeando unos pedernales y produciendo el fuego; del segundo, fabricando el toldo (kau) con pieles de guanaco, y del tercero, utilizando la capa (kai). Inventos que transmiten a sus amigos los aónikenk, junto con el arco y la flecha para defenderse de las fieras.  El mismo protagonista, después de haber vivido mucho tiempo entre sus amigos, dándoles sabias normas de vida y de moral, fue a buscar a la hija del Sol, el lucero matinal (Kawó), conducido en forma de pajarillo por su propia madre, que se había transformado en un espléndido cisne de poderosas alas. Después de vencer tres sutiles ardides tendidos astutamente por el Sol, logró la mano de la doncella al colocarle el anillo misterioso que estaba oculto en lo más recóndito de una profunda caverna.

Allá arriba, al lado del Sol, espera a sus amigos, los aónikenk, y les ofrece caza abundante en los mundos del espacio. Como prueba de su buena voluntad, dejó impreso en el cielo el rastro del choique, choiols, la constelación Cruz del Sur, para indicarles el camino que habían de seguir. Por eso el patagónico mira con gusto el cielo estrellado. Allá están sus compañeros divirtiéndose con perpetuas cacerías, como lo demuestran esas nubes blancuzcas, las nubes de Magallanes, que es el polvo que levantan las manadas de guanacos al disparar. Y lo dice también ese gran callejón blanquecino, la Vía Láctea, por donde pasan a la carrera los cazadores, sembrándolo con las plumas de los choiques que han cazado.


Fuente: Nueva Generación del Folklore 

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