sábado, 4 de octubre de 2014

Día de gloria (Barcelona, Año 1.493)


Lo anuncian las trompetas de los heraldos. Se echan al viento las campanas y los tambores redoblan alegrías.

El Almirante, recién vuelto de las Indias, sube la escalera de piedra y avanza sobre el tapiz carmesí, entre los relumbres de seda de la corte que lo aplaude. El hombre que ha realizado las profecías de los santos y los sabios llega al estrado, se hinca y besa las manos de la reina y el rey.
Desde atrás, irrumpen los trofeos. Centellean sobre las bandejas las piezas de oro que Colón cambió por espejitos y bonetes colorados en los remotos jardines recién brotados de la mar.

Sobre ramajes y hojarascas, desfilan las pieles de lagartos y serpientes; y detrás entrar, temblando, llorando, los seres jamás vistos. Son los pocos que todavía sobreviven al resfrío, al sarampión y al asco por la comida y por el mal olor de los cristianos. No vienen desnudos, como estaban cuando se acercaron a las tres carabelas y fueron atrapados. Han sido recién cubiertos por calzones, camisolas y unos cuantos papagayos que les han puesto en las manos y sobre las cabezas y los hombros. Los papagayos, desplumados por los malos vientos del viaje, parecen tan moribundos como los hombres. De las mujeres y los niños capturados, no ha quedado ni uno.


Se escuchan malos murmullos en el salón. El oro es poco y por ningún lado se ve pimienta negra, ni nuez moscada, ni clavo, ni jengibre; y Colón no ha traído sirenas barbudas ni hombres con rabo, de esos que tienen un solo ojo y un único pie, tan grande el pie que alzándolo se protegen los soles violentos.

Eduardo Galeano

Memoria de Fuego I – Los Nacimientos

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